Un silencio atronador
Hace ya bastantes años, cuando un engreído y fatuo columnista de moda se permitió una provocación intolerable e insultante contra la que los católicos creemos firmemente que es Madre de Dios y madre nuestra, la Santísima Virgen María, le repliqué públicamente y le dejé muy claro que, si él trataba de ensuciar la pureza inmaculada de mi madre, yo no me iba a cortar un pelo y trataría de hacer otro tanto con la suya. Ni chistó. Estos gurús izquierdosos de guardarropía, tan adulados por delante como vituperados por detrás, son valientes sólo cuando tienen la seguridad de que aquellos a los que insultan no son rencorosos ayatolás.
A los miserables de la televisión catalana que han manchado la palabra “periodista” intentando ensuciar la imagen de la Virgen del Rocío les digo tres cuartos de lo mismo, porque seguramente no tienen ni la menor idea de que el mismo Jesucristo que dijo “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado” es el que, un día, en el templo de Jerusalén, cogió el látigo y, a zurriagazo limpio, echó a los mercaderes que habían convertido la casa de su Padre en una cutre cueva de ladrones. El mismito. Y es también el mismo que, indignado con toda razón, no dudó en llamar a los hipócritas del poderoso sanedrín “sepulcros blanqueados y nido de víboras”. El mismo, ya digo. Tanto lo uno como lo otro es exactamente igual de evangélico, y a ver si, de una vez, tanto misericordioso de pacotilla y tanto perdonador de todo a cien se entera de que Dios es misericordioso, sí, pero antes es justo.
Don Santiago Martín acaba de denunciar magistralmente en Youtube, y no tengo palabras para darle las gracias en nombre de tanta gente de fe sencilla, la vomitiva, sucia, intolerable, satánica campaña contra San Juan Pablo II. Da tanto asco, que me resisto a detallarla, porque quizás es lo que los nuevos miserables buscan, y no me da la gana de hacerles el juego y bailarles el agua. Víctor Hugo necesitaría otra vida para desenmascararlos y fulminarlos.
Lo que no puedo entender, por más que lo intento, es que, a estas horas, no haya habido todavía desde lo más alto la necesaria, imprescindible, esperada voz de condena de tan diabólicas calumnias, ya que como dice don Santiago, “calumnia, que algo queda”. A la vista de la que está cayendo en la Iglesia, a la vista de lo que el Señor permite que ocurra, yo, todas las mañanas, cuando me acerco al sagrario, le digo al Señor: “Señor, ya sé que no prevalecerán. Me fío de tu palabra, pero déjame que te diga una cosa: que cuanto más te quiero, menos te entiendo. Y perdona la franqueza”.
Aún resuena en mis oídos, estremecidos, la voz poderosa de Karol Wojtyla, aquel día que se enfrentó a la mafia con este grito que le salió del alma: “Un giorno verrà il giudizio di Dio!!" Y aún estoy viendo su brazo derecho levantado como una bandera de esperanza.
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