Las promesas y su peculiar poder de perduración
La promesa de crear relaciones estables parece tener, de raíz, una base precaria, por responder, a menudo, a un mero sentimiento, sometido a los vaivenes del tiempo y del estado anímico de cada persona. De ahí la tendencia actual a pensar que toda promesa es, de por sí, efímera, que significa etimológicamente "cosa de un día". ¿Tiene sentido hacer una promesa sin conocer de antemano los cambios que puede experimentar nuestra sensibilidad a través de los años?
La firmeza singular de las promesas
En una promesa firme, dos o más personas quedan interiormente vinculadas. ¿Qué solidez tiene esta vinculación? ¿Podrá resistir el paso del tiempo y los vaivenes del sentimiento? Una experiencia juvenil me da pie a la esperanza.
A punto de trasladarme a Múnich (Alemania), por los años 60, para preparar mis tesis de licenciatura y doctorado, el gran escritor Gonzalo Torrente Ballester me pidió, en nombre de una conocida editorial madrileña, que emprendiera la hazaña –entonces, al parecer, imposible– de conseguir que Romano Guardini levantara el veto de difundir sus obras en lengua española. Nadie lo intentaba, debido a su fama de “persona inaccesible". Pero yo, a juzgar por sus escritos, pensé que su autor podría ser algo tímido de carácter, pero no inaccesible. De hecho, me recibió al momento y con gran amabilidad. A pesar de ello, en cuanto le mencioné el veto, se puso muy serio, pero yo no me amilané y le dije rápidamente que, si lo levantaba, le prometía cuidar, de por vida, su obra debidamente: la calidad de las traducciones, la presentación de los escritos y su divulgación... Aceptó la propuesta de buen grado y me puso inmediatamente en contacto con su editor, Hans Waltmann, para que me facilitara un ejemplar de todas sus obras.
Romano Guardini (1885-1968), aunque nacido en Italia y de familia italiana, se trasladó a Alemania cuando solo tenía un año. Es uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX.
Me sentí, a lo largo de los años y en circunstancias muy diversas, ob-ligado (escribo el término obligar de esta manera para indicar una moción interior basada en los valores) a esta promesa. Nadie me ha exigido nada, ni controlado, ni investigado. Pero yo me mantuve fiel a mi compromiso, hecho en un momento de entusiasmo primerizo. Esa fidelidad me supuso revisar muchas traducciones, rehacer gratuitamente varias de ellas, mantener informadas a diversas editoriales. Tal perseverancia fue para mí una fuente incesante de energía espiritual.
Sobre el fondo de esta experiencia, me pregunto a qué se ob-liga uno cuando promete algo; y qué garantías podemos tener de cumplir una promesa que, en buena medida, parece superar nuestras posibilidades de cumplirla. Para responder a estas preguntas, hemos de situarnos en la perspectiva de las personas que, de hecho, se sintieron ob-ligadas a cumplir sus promesas y lo hicieron de manera constante y esforzada.
Veremos, entonces, que es posible y resulta beneficioso porque eleva nuestro espíritu y lo dignifica.
Al hacer una promesa, se crea un vínculo singular con la persona a quien se hace. Ese vínculo tiene, de por sí, una fuerza ob-ligante mayor cuando lo prometido es valioso. Al prometer cuidar una obra de alta calidad a una persona tan seria en sus planeamientos existenciales como el admirado Guardini ‒espíritu sensible a todo lo elevado y noble‒, me vi inmerso en un campo de juego muy aleccionador. Durante largos años, el valor de lo prometido me dio ilusión y fuerza para mantener la promesa. Y cuando ésta me resultaba algo gravosa, crecía mi ilusión por mantenerla, aunque por estos lares se aprecia poco la decisiva labor del traductor, y menos todavía la del revisor de traducciones.
¿Por qué perseveré en el cumplimiento de una promesa hecha libremente en la soledad de un despacho?
Si presto atención a la lógica del nivel 2 y pienso de modo relacional, advierto que, a menudo, decidimos hacer algo porque este algo nos llama a ello, nos muestra su valor, nos anima un día y otro. Y si te esmeras en presentar bien algo valioso, ese valor te motiva para continuar tu labor e incluso mejorarla. Ese algo era ‒en este caso‒ algo bastante complejo y muy significativo, como resalta en esta sucinta descripción:
-Guardini logró un método lúcido y convincente para difundir el mensaje cristiano en toda su hondura.
-Posee la densidad alemana y la gracia expositiva latina.
-Puede ayudar no poco a multitud de lectores de habla española en España y en ultramar.
-Me dio alas en mis difíciles años de formación.
-Oír sus lecciones sobre los grandes valores y "el estado de paraíso" en la Universidad de Múnich me confirmó en mi orientación intelectual. Nada más atractivo y bello que compartir esa experiencia con multitud de personas. De ahí arrancó mi ofrecimiento, años después, a traducir el amplio volumen de La existencia del cristiano, que agrupa esas memorables clases. Todavía a mis años conservo la alegría de haberlo hecho.
He aquí cómo la historia de mi fidelidad a Guardini me ayuda a clarificar ahora qué significa prometer y qué enigmáticas energías suscita en nosotros. Parece temerario prometer algo para cumplirlo más tarde, sin saber qué vaivenes sufrirán nuestros sentimientos respecto a lo prometido. Pero la distinción de niveles acude en nuestra ayuda.
El valor de lo prometido
Si prometemos realizar algo, es porque entrevemos en ello un valor correlativo al esfuerzo que nos va a exigir. Y los valores se nos revelan y actúan en las alturas del nivel 3. Pueden cambiar las circunstancias, empeorar las situaciones, pero seguir vivo nuestro afecto al valor que hemos prometido realizar. Si la razón para unirnos a una persona es efímera ‒vale decir, "flor de un día"‒, no podemos confiar en ser perseverantes. Si una persona es capaz de prometer y cumplir lo prometido, deja claro que vive y actúa en diversos niveles a la vez: el nivel de lo que nos afecta en la superficie y el nivel de lo que conmueve el fondo de nuestro ser. Las grandes y verdaderas vocaciones surgen en el reino de los valores y de él se nutren a lo largo del tiempo.
Pero también en los planos infrapersonales se advierte esa fecunda relación entre unos seres y otros. La polinización de las plantas es ejemplo patente de ello. E incluso la investigación actual de las partículas elementales nos muestra una insospechada flexibilidad para coordinar la solidez y la apertura. De ahí la importancia creciente de las categorías de relación e interrelación.
Estas dos palabras ‒como tantas otras‒ parecen expresar algo que se diluye en cuanto las pronunciamos o las leemos. Pero hoy sabemos que no es así. Al pensarlas, estamos penetrando en el enigmático reino del lenguaje, y, en él, nos adentramos en el secreto de las realidades más valiosas. Hoy se preguntan los teólogos cómo, en la Biblia, un lenguaje humano puede llegar a ser considerado como "palabra de Dios". Visto con una mirada profunda, el lenguaje se nos aparece como tocado por una mano milagrosa, según ocurre con la luz y cuanto está relacionado con la comunicación [*].
Al indicar Romano Guardini y otros autores que las realidades del mundo ‒sobre todo, el ser humano‒ tienen carácter verbal por haber surgido al conjuro de una llamada creadora, sugieren que son relacionales por esencia (Guardini, Mundo y Persona, pág. 202). [Sobre el "ser verbal" del mundo, cf. Gottlieb Söhngen, Analogie und Metaphern. Kleine Philosophie und Theologie der Sprache, Múnich, 1962. En su obra Der dialogische Personalismus in der evangelischen und katolischen Theologie der Gegenwart (Paderborn, 1963, pág. 194), Bernhard Langemeyer subraya la necesidad de elaborar una "Teología del lenguaje".]
El lenguaje es el vehículo de estas realidades abiertas, les da densidad y permite que nos entendamos al comunicarnos. Hemos de prestar especial atención al lenguaje si queremos movernos con lucidez en los campos regidos por la lógica propia de cada uno de los niveles superiores: el 2, el 3 y el 4. El lenguaje es el gran medio para pensar y expresarnos de modo relacional. Nada extraño que ‒como queda dicho‒ un tratado contemporáneo de teología (nivel 4) haya destacado la importancia de la mentalidad relacional (cf. Christian Schütz y Rupert Sarach, "El hombre como persona", en Mysterium Salutis, Ediciones Cristiandad, tomo II, págs. 529-543). Sin asumirla lúcidamente, no podemos movernos con la soltura, firmeza y precisión debidas en el ámbito del pensamiento regido por la lógica del nivel 4, que supone una cima en nuestra vida.
[*] Véanse las obras de los escrituristas Otto Semmelroth (Wirkendes Wort [El poder de la palabra], Friburgo, 1962) y Luis Alonso Schökel (La palabra inspirada. La Biblia a la luz de la ciencia del lenguaje, Herder, Barcelona, 1966). En el capítulo 15 aduce el autor diversos textos muy expresivos sobre la fuerza expresiva de la palabra de la Escritura:
-"En su palabra no sólo revela Dios lo que es gracia, sino que nos dispensa su gracia en su palabra" (Hermann Volk, 'Wort', en Heinrich Fries, Handbuch theologischer Grundbegriffe, Munich 1963, II, pág. 868);
-"Doy gracias continuamente a Dios –escribe San Pablo– porque, cuando escuchasteis mi palabra, la recibisteis, no como palabra humana, sino como palabra de Dios ‒como de hecho es‒, esa palabra actúa en vosotros los creyentes" (1 Thes 2, 13);
-"Pues, aunque la frase es breve, su sentido es grande..., y, a veces, basta una palabra tomada de allí como alimento para todo el camino de la vida" (San Juan Crisóstomo, De statuis, homilía 1; PG 48, 18).
Pincha aquí para leer el artículo previo a éste: '¿Tiene sentido hacer promesas?'
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