Una época nueva tras la crisis
Las cosas no pueden seguir igual: no puede continuar la quiebra antropológica y moral que ha dado origen y lugar a esta crisis.
Con Jesucristo, y como Pedro y Pablo, entonces, y hoy, sin ir más lejos, como Benedicto XVI, por ejemplo en México y Cuba, también nosotros, los cristianos, estamos para eso: para anunciar el Evangelio, para darlo a conocer, para evangelizar. Evangelizar no es algo potestativo que se hace o no se hace, que da lo mismo hacerlo que no hacerlo. Es nuestra dicha y nuestra identidad más profunda, nuestra aportación mayor y más decisiva. Como la Iglesia, los cristianos en ella y como ella, existimos para evangelizar. Hoy nos apremia evangelizar.
El mundo necesita el Evangelio. Necesita a Jesucristo. Como se nos dice gráficamente en uno de los pasajes de los Evangelios: «La población entera se agolpaba a la puerta», donde estaba Jesús curando. «Todo el mundo te busca», añade el mismo pasaje; también hoy. No podemos quedarnos impasibles ante esa búsqueda, a veces no consciente siquiera, pero real, que está en todo hombre de tantas maneras y dispares situaciones, también en los que se han alejado de la fe, en los que no creen, en los que padecen la quiebra de humanidad o el vacío del sin sentido, en los que sufren el desamor, la injusticia u olvido de los hombres que pasan de largo ante sus propias necesidades y lamentos o que los miran con intereses ajenos a esos lamentos y dolores. Una búsqueda y petición nos grita, con verdadero clamor y fuerza, hoy, a los cristianos, por débiles que seamos: ¡Ayudadnos!
Vivimos tiempos «recios». Fácilmente nos lamentamos de ellos. Con una naturalidad pasmosa buscamos culpables o creemos que nada puede hacerse para cambiar la situación difícil, muy difícil, que atravesamos; o buscamos las soluciones donde no se pueden encontrar. Vivimos una sociedad en la que hay una cultura dominante regida por la secularización, o por la increencia, en la que Dios cuenta poco o nada, con graves consecuencias para el hombre, con la repercusión y caída en una profunda quiebra de humanidad. No hay mayor mal que el olvido de Dios, no hay mayor indigencia que el no tener a Dios, el mundo se aboca al fracaso si se olvida de Dios. Sí, nos apremia por eso, evangelizar. No podemos quedarnos impasibles ante ese porcentaje no bajo de los jóvenes españoles que dicen no creer en nada.
Vivimos en una sociedad típicamente pagana. Lo que en estos momentos está en juego es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes de mundo, que el bienestar a toda costa o el «solo pan», con el que no podemos vivir únicamente. Y esto es muy importante. No da lo mismo una cosa que otra, no da lo mismo para la causa de la lucha contra el hambre, contra la violencia o en favor de la paz, de la justicia, de la libertad y de la dignidad inviolable de la persona humana y su verdad. Todo indica que estamos viviendo el final de una época y que se abre otra. De la crisis económica seguro que saldremos: pueden ser, lo estamos viendo y padeciendo, todavía unos años malos, incluso peores que los que ya han pasado. Pero, saldremos. ¿Y después de la crisis, qué? ¿Pensamos en preparar ese después? Las cosas no pueden seguir igual: no puede continuar la quiebra antropológica y moral que ha dado origen y lugar a esta crisis, que a tantos deja en la cuneta; ni puede seguir viviendo la humanidad condenada o abandonada a reproducir los grandes mitos de Sísifo, de Prometeo, de Dionisio o de Narciso, ni tampoco sumida en un paganismo nihilista y de vacío, ni carcomida por el cáncer de un relativismo tan brutal como el que está recomiendo al hombre inmerso en esta cultura donde se apaga la luz de la verdad, y con ella, el amor, la esperanza y la verdadera libertad.
Por eso urge evangelizar. Los cristianos tenemos que saber leer y mirar la historia con los ojos de la fe y con esos mismos ojos discernir qué es lo que Dios, que lo apuesta todo por el hombre en Jesucristo y su futuro cargado de una esperanza grande, está haciendo y nos está diciendo en estos momentos. ¿Qué significan, si no, en esta mirada, por ejemplo, la convocatoria del «Año de la Fe», o la convocatoria de un Sínodo universal para promover con decisión la transmisión de la fe con una nueva evangelización y con una revitalización de una renovada pastoral de iniciación cristiana, o con la creación de un nuevo dicasterio en la Santa Sede para promover una nueva y firme evangelización, o la celebración de un nuevo Congreso Eucarístico Internacional para fortalecer la comunión eclesial ubicado en una nación como Irlanda, que tantas llamadas de Dios suscita, y todo ello en el umbral mismo de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, el «nuevo Pentecostés» para la Iglesia en la época contemporánea, llamada a evangelizar, urgida por el amor de Jesucristo, camino de la humanidad entera? Por aquí camina el futuro, obra de Dios. La Iglesia tiene una grave y grandísima responsabilidad, que lo es también para todos los cristianos.
Para preparar la nueva época que se avecina, la Iglesia ha de aportar, no oro ni plata, sino el Nombre de Jesucristo, y en este Nombre, decir a la humanidad postrada: «¡Levántate y echa a andar!». Esta es su aportación para la reedificación de una humanidad que puede parecer hecha escombros.
El mundo necesita el Evangelio. Necesita a Jesucristo. Como se nos dice gráficamente en uno de los pasajes de los Evangelios: «La población entera se agolpaba a la puerta», donde estaba Jesús curando. «Todo el mundo te busca», añade el mismo pasaje; también hoy. No podemos quedarnos impasibles ante esa búsqueda, a veces no consciente siquiera, pero real, que está en todo hombre de tantas maneras y dispares situaciones, también en los que se han alejado de la fe, en los que no creen, en los que padecen la quiebra de humanidad o el vacío del sin sentido, en los que sufren el desamor, la injusticia u olvido de los hombres que pasan de largo ante sus propias necesidades y lamentos o que los miran con intereses ajenos a esos lamentos y dolores. Una búsqueda y petición nos grita, con verdadero clamor y fuerza, hoy, a los cristianos, por débiles que seamos: ¡Ayudadnos!
Vivimos tiempos «recios». Fácilmente nos lamentamos de ellos. Con una naturalidad pasmosa buscamos culpables o creemos que nada puede hacerse para cambiar la situación difícil, muy difícil, que atravesamos; o buscamos las soluciones donde no se pueden encontrar. Vivimos una sociedad en la que hay una cultura dominante regida por la secularización, o por la increencia, en la que Dios cuenta poco o nada, con graves consecuencias para el hombre, con la repercusión y caída en una profunda quiebra de humanidad. No hay mayor mal que el olvido de Dios, no hay mayor indigencia que el no tener a Dios, el mundo se aboca al fracaso si se olvida de Dios. Sí, nos apremia por eso, evangelizar. No podemos quedarnos impasibles ante ese porcentaje no bajo de los jóvenes españoles que dicen no creer en nada.
Vivimos en una sociedad típicamente pagana. Lo que en estos momentos está en juego es la manera de entender la vida, con Dios o sin Dios, con esperanza de vida eterna o sin más horizonte que los bienes de mundo, que el bienestar a toda costa o el «solo pan», con el que no podemos vivir únicamente. Y esto es muy importante. No da lo mismo una cosa que otra, no da lo mismo para la causa de la lucha contra el hambre, contra la violencia o en favor de la paz, de la justicia, de la libertad y de la dignidad inviolable de la persona humana y su verdad. Todo indica que estamos viviendo el final de una época y que se abre otra. De la crisis económica seguro que saldremos: pueden ser, lo estamos viendo y padeciendo, todavía unos años malos, incluso peores que los que ya han pasado. Pero, saldremos. ¿Y después de la crisis, qué? ¿Pensamos en preparar ese después? Las cosas no pueden seguir igual: no puede continuar la quiebra antropológica y moral que ha dado origen y lugar a esta crisis, que a tantos deja en la cuneta; ni puede seguir viviendo la humanidad condenada o abandonada a reproducir los grandes mitos de Sísifo, de Prometeo, de Dionisio o de Narciso, ni tampoco sumida en un paganismo nihilista y de vacío, ni carcomida por el cáncer de un relativismo tan brutal como el que está recomiendo al hombre inmerso en esta cultura donde se apaga la luz de la verdad, y con ella, el amor, la esperanza y la verdadera libertad.
Por eso urge evangelizar. Los cristianos tenemos que saber leer y mirar la historia con los ojos de la fe y con esos mismos ojos discernir qué es lo que Dios, que lo apuesta todo por el hombre en Jesucristo y su futuro cargado de una esperanza grande, está haciendo y nos está diciendo en estos momentos. ¿Qué significan, si no, en esta mirada, por ejemplo, la convocatoria del «Año de la Fe», o la convocatoria de un Sínodo universal para promover con decisión la transmisión de la fe con una nueva evangelización y con una revitalización de una renovada pastoral de iniciación cristiana, o con la creación de un nuevo dicasterio en la Santa Sede para promover una nueva y firme evangelización, o la celebración de un nuevo Congreso Eucarístico Internacional para fortalecer la comunión eclesial ubicado en una nación como Irlanda, que tantas llamadas de Dios suscita, y todo ello en el umbral mismo de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, el «nuevo Pentecostés» para la Iglesia en la época contemporánea, llamada a evangelizar, urgida por el amor de Jesucristo, camino de la humanidad entera? Por aquí camina el futuro, obra de Dios. La Iglesia tiene una grave y grandísima responsabilidad, que lo es también para todos los cristianos.
Para preparar la nueva época que se avecina, la Iglesia ha de aportar, no oro ni plata, sino el Nombre de Jesucristo, y en este Nombre, decir a la humanidad postrada: «¡Levántate y echa a andar!». Esta es su aportación para la reedificación de una humanidad que puede parecer hecha escombros.
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