Reyes Magos
Los Reyes Magos, que antaño fueron personajes venerados en toda la Cristiandad, se han acabado convirtiendo en personajes específicamente españoles. Muchos países de tradición cristiana, incluso católica, arrumbaron a Melchor, Gaspar y Baltasar en el desván de los cachivaches obsoletos; pero en España (pese a que la apostasía se ha extendido tanto o más que en otros lugares, pese a que la invasión de personajes sucedáneos sin abolengo ni poesía ha sido tanto o más arrasadora) nunca dejaron los Magos de Oriente de tocar los corazones y la sensibilidad popular. Podemos ufanarnos de ser la única familia humana que todavía permanece, pese a las arremetidas del globalismo, misteriosamente fiel a los tres viajeros: a su estrella, a sus camellos, a su séquito de pajes y palafreneros, a sus ofrendas simbólicas; y de todo ello hemos hecho un poema de amor a la infancia. Sospecho que, si la Iglesia se hubiese olvidado de establecer la fiesta de la Epifanía, el genio nacional se hubiese encargado de crearla.
¡Destila tanta belleza y honda verdad el pasaje evangélico de la adoración de los Magos! Aquellos hombres no eran en realidad reyes, sino sabios que llegaban hasta Dios. Así se nos recuerda que el primer sorbo en la copa de la ciencia tal vez nos aleje de Dios; pero quienes se atreven a seguir bebiendo lo descubren siempre al fondo de la copa, lo mismo en los vastos secretos del universo que en los secretos íntimos del átomo. Y aquellos Magos venidos de Oriente actuaron como auténticos sabios: cuando vieron la estrella en el cielo, en lugar de ponerse a hacer lucubraciones, corrieron a preguntar a las gentes sencillas por sus tradiciones, para saber el lugar en el que habría de nacer el Redentor; porque la verdad se halla en el seno de la tradición, no en la soberbia adanista propia del hombre moderno. Y, en fin, cuando Herodes quiso utilizarlos para poner su sabiduría al servicio del poder (como hoy hacen nuestros tiranuelos democráticos con los intelectuales sistémicos), los Magos le dieron esquinazo («Se volvieron por otro camino», nos dice el Evangelio); porque el camino de los sabios siempre tiene que ser contrario al de los políticos.
En torno a estos Magos de Oriente, los padres españoles han urdido una teología rocambolesca, preñada de misterios y maravillas, que deja chiquitos los milagros de bilocación de los santos de antaño. Así, justificando ante sus hijos que los Reyes Magos puedan repartir tantos regalos en lugares tan apartados, o que Gaspar se parezca asombrosamente al concejal de turismo de la localidad, los padres españoles ponen a prueba su sentido imaginativo. Y también su inocencia: pues llega un momento en que sus hijos ya no se creen sus explicaciones, pero fingen seguir creyendo, por temor a quedarse sin los regalos de los Reyes Magos. Así la noche de inocencia de los niños se convierte, imperceptiblemente, en la noche de la inocencia de los padres.
Hay una especie de línea ecuatorial en la vida de cualquier niño que se marca nítidamente el día en que los Reyes Magos pierden su corona; y los padres deberíamos esforzarnos para que tal trance no se convierta en un trauma. El niño que ha abandonado de golpe un mundo de ingenuidad y ensoñaciones no debería ser golpeado salvajemente por un mundo de escepticismo continuo; pues corremos el riesgo de convertirlo en un cínico prematuro, o siquiera de instilarle una semilla de descreimiento y amargura que tal vez en la edad adulta se convierta en un árbol de turbia sombra. Descubrir que los Reyes Magos han sido sucedidos por los padres no es lo mismo que afirmar que los Reyes Magos nunca existieron, o que nunca llevaron regalos. Retirar de un alma una ilusión es una operación tan delicada como retirar un vendaje de una herida. Si al retirar el vendaje descubrimos que la herida no ha cicatrizado, conviene poner sobre la herida algún tipo de apósito o tirita; de lo contrario, corremos el riesgo de que la herida mal cicatrizada se infecte. Pasar sin transición de un mundo de ilusión y maravilla a uno de negaciones y escepticismos puede ser muy traumático y dejar secuelas terribles, porque las negaciones son como los explosivos: no sólo reducen a añicos la mentira, sino que también pueden dejar maltrecha y resquebrajada nuestra confianza, magullada y mohína nuestra capacidad de asombro.
Se trata, en fin, de que la ilusión infantil no sea sustituida por la incredulidad desengañada, sino por el asombro curioso y agradecido del sabio, siempre dispuesto a descubrir una estrella en el cielo, a aguzar el oído para escuchar la voz de la tradición, a rehuir el camino del político. Feliz Epifanía de Reyes.
Publicado en XL Semanal el 6 de enero de 2019.