Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

El Rubicón trans

Cuaderno en blanco.
Con la autodeterminación de sexo, el hombre queda liberado incluso de sí mismo, como un cuaderno en blanco que otros escribirán por él. Un proceso del que la ley trans es solo un estadio final, pero con precedentes anteriores de rebelión contra el orden natural y sobrenatural. Foto: Kelly Sikkema / Unsplash.

por Eduardo Gómez

Opinión

Si la modernidad es el producto del liberalismo, la posmodernidad es la liberalización del liberalismo, es decir, la consumación de su ser nihilista. La mala teología no puede producir una buena política, ni aún sobre la rectitud hallada en las buenas intenciones. De aquella razón idólatra y paganizante nacida en las bastardías postreras del luteranismo, emergieron todos los liberalismos emancipadores cuyas consecuencias extremas hoy padecemos. Esos liberalismos han hecho de su capa-razón un sayo hasta llegar al delirante Rubicón de querer liberar al hombre hasta incluso de sí mismo.

La aprobación de las leyes trans en los parlamentos, allende a escabrosos detalles, tiene como alcance la abolición del hombre hasta ahora conocido, desde la concepción fisonómica sexual. Era el último reducto por liberar. Pena da ver a propios y extraños escandalizarse. Como si el liberalismo y sus insensateces se fuesen a detener alguna vez ante la verdad y el buen sentido. Con las leyes trans, los progresistas primigenios se escandalizan de hasta dónde es capaz de llegar el progreso; los liberales, de los que se liberan de sí mismos; y los conservadores, de lo poco que les queda ya por conservar.

Siempre notó el pensamiento tradicional español que la Revolución (el espíritu de la modernidad) se funda en la idea del hombre como ser abstracto. Las leyes trans son el clímax de ese hombre abstracto, en apariencia capaz de formularse y reformularse a sí mismo. Completamente liberado de toda naturaleza normativa. Toda la pléyade de progresistas, liberales y conservadores que sorbían con deleite tazas de abstracción, ahora tendrán que tomar termos enteros con la venida de las leyes trans. Ya no lo recuerdan, pero todo empezó con la feliz idea de que para el buen gobierno del género humano era necesario que los varones y hembras hiciesen su santa voluntad, siempre y cuando no molestasen a nadie. Así daban un contenido auténtico a ese ente humano abstracto, pendiente de ser definido bajo su propia determinación. El género humano no estaba inventado, estaba pues por inventar.

De no vivir en una sociedad de psicópatas y desequilibrados de toda laya, dados a la vidorra parlamentaria y al culto al hombre abstracto, difícilmente habríamos llegado al Rubicón trans. Pero he aquí que el Mal siempre planta en terreno abonado. Otra cualidad del Mal es sin duda su impiedad, no solo en el fondo sino en las formas. En su afán de escarnecer a los pueblos, es capaz de hacer uso de los personajes más bufonescos del parlamentarismo para presentar una ley de abolición del hombre. Este fatídico parto jurídico dictamina que los hombres y los niños puedan decidir ser varón o hembra simplemente con acudir a ponerse unas gónadas postizas a los talleres financiados por el Estado leviatán. Las gracietas quirúrgicas del doctor Frankenstein harán de por vida unos desgraciados a la mayoría de los infantes deseosos de cambiar de gónadas y cruzar el Rubicón, sin que los padres o tutores puedan (en muchos casos) por ley ni carraspear en contra. Todavía regodeados en “la democracia que nos hemos dado” verán como sus vástagos llamarán un día a la puerta de la habitación exigiendo por imperativo legal el cambio de gónadas. En España (pongamos por caso) da la impresión de que los pobres padres, en lugar de echarse al monte, claudicarán a regañadientes y pensarán que todo es obra de cuatro mujerucas con ganas de reinventar la pólvora feminal. Pero la realidad es que la renuncia a la teología correcta es la soga al cuello de la sana razón. La tragedia que se avecina es el desenlace inevitable de las sociedades que le quitan a Dios y a su Iglesia el mando moral de las operaciones para dárselo al Estado y sus prebostes.

Lo que nos reza con voz terrorífica al oído cualquier ley trans es que si el hombre y la mujer ya no son un criterio de diferenciación dotado de fijeza, ya no podemos saber lo que es un hombre o una mujer, ni por tanto con quien estamos casados, ni quiénes son nuestros padres, ni nuestros hijos o nuestros hermanos, ni tampoco nuestros allegados. Ya no existen nuestros semejantes, dado que no tenemos forma de conocerles a través de la fisonomía sexual que les caracteriza. Estamos rodeados de extraños que pueden pasar de varón a hembra o viceversa en un santiamén con solo proponérselo. Las nociones sexuales del ser y el no ser quedan arrancadas de la faz del conocimiento.

Recordar, una vez más, que el apego a la verdad no ha periclitado por cuatro pobres diablas acunadas en el basural feminista y entusiasmadas por implementar políticas de género para la mutilación de niños a golpe de ley positiva. La verdad ha periclitado en la política por la negación de las realidades humanas elementales, empezando por la negación del sometimiento al orden sobrenatural. Si hay licencia para negar a Dios, nada puede impedir negar que los hizo varón y mujer.

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