San Ambrosio y la crisis de Occidente
Cada día se entiende mejor la “manía” de Newman de estudiar a fondo los padres de la Iglesia, gracias a la cual se orientó a la verdad y a la disciplina católica. Su constante preocupación escatológica se comprende también, cuando aquello que él preveía desde la atalaya de su tiempo se precipita hoy ante nuestra vista convertido en hechos. La figura de San Ambrosio, obispo de Milán (340-397 de Jc.) aparece en la confluencia de ambas perspectivas, sobresaliendo dentro de la patrística como un potente rayo de luz que ilumina nuestro crítico momento.
Podemos decir que San Ambrosio fue quien, libre de influencias neoplatónicas, mejor comprendió y explicó - y encarnó - el delicado ajuste entre lo religioso y lo político, entre la Iglesia y el Estado o, como diríamos hoy, entre la vida cristiana y “las estructuras”. Todo ello entendido, claro está, en el marco efímero de la última romanidad. Su retórica y su estilo recuerdan a Virgilio, su lógica a Tito Livio y, aunque destaque en su obra el influjo de Séneca y de Cicerón, se encuentra corregido y sublimado por la fuerza evangélica hasta hacerse código de conducta cristiana. San Ambrosio representa posiblemente el mejor antecedente de cuanto el espíritu apostólico es capaz de obrar en el ámbito social. En ese patio exterior del santuario (Ap 11, 2) imposible de apartar como esfera extraña, porque el hombre vive su experiencia religiosa sobre – pero nunca al margen de – su inserción política. San Ambrosio, quizá como fruto de las persecuciones sufridas por la generación de sus abuelos, supo muy bien que no se puede desligar el auténtico culto del compromiso con la realidad social. Sobre todo, con esa exigencia moral inexcusable que es la defensa de la vida de los inocentes.
No es casualidad que Juan Pablo II subrayase la calidad del martirio cristiano como confirmación de la inviolabilidad del orden moral (Veritatis splendor 91) sirviéndose precisamente del párrafo apocalíptico (Ap 13, 710) que previene la tentación a la que hoy nos enfrentamos: En efecto, sólo compran y venden, sólo comercian – en el sentido macroeconómico del término - al comenzar la segunda década del s. XXI, quienes están dispuestos a hacerlo bajo el signo de la Bestia. Pero la dimensión última de éste “comprar y vender” apocalíptico puede alcanzar realidades insospechadas: Una Iglesia local, por ejemplo, eximida del sangrado económico practicado sobre su pueblo por poderes oscuros, sería una Iglesia bajo sospecha. El obispo de Milán se negó en varias ocasiones a protagonizar ese equívoco.
San Ambrosio encarnó la conducta cristiana ante el poder – esa distinción jerarquizada y coordinada, perfectamente definida por el magisterio de León XIII, que nada tiene que ver con la separación impuesta por la apostasía contemporánea – y lo hizo en un momento de la historia marcado, como hoy, por la crisis. Fue trágico que la madurez de su pensamiento coincidiese con el desmoronamiento definitivo de la estructura imperial. Trágico y, al mismo tiempo, providencial. Porque los fenómenos de especulación y esclavitud del siglo IV son antecedentes indicativos, aunque en ínfima escala, de los procesos de asfixia económica, esclavitud encubierta y acaparación de los recursos que ahora preparan la manifestación del Anticristo. En lo político y económico existen coincidencias remarcables que convierten la respuesta ambrosiana en premonitoria. Y en lo moral se distinguen, salvando las distancias, dilemas semejantes.
Para San Ambrosio, occidente era la cuenca mediterránea que baña las penínsulas Ibérica e Itálica, junto con las provincias galas y británicas: Un conjunto destinado a ser purificado por las invasiones, hasta formar el marco de la cristiandad medieval. Para nosotros, “occidente” son los restos descristianizados, corruptelas sofisticadas, de aquel amago de civilización. Restos pasados por la trituradora del liberalismo y entregados ahora, finalmente, a la tiranía definitiva. Por eso tienen mayor ejemplaridad, si cabe, las actitudes prácticas del obispo de Milán. Difícil encontrar una comprensión más exacta del arrianismo – por ejemplo - que la del obispo milanés, que lo explica como consecuencia teológica de la sumisión eclesiástica al poder. Y más difícil todavía hallar una respuesta más contundente salvo, quizá, la de San Hermenegildo, cuando San Ambrosio, jugándose la vida, se enfrenta a la emperatriz viuda de Valentiniano, negándose a compartir los templos con aquellos acomodadores del Evangelio a la moda. Cuando vemos hoy la reimplantación práctica del arrianismo, ese “Jesucristo” cuya distorsión se extiende como un cáncer en el interior de la Iglesia, es inevitable que la mirada se vuelva con nostalgia al ejemplo ambrosiano. Este padre de la Iglesia es el de la contradicción inflexible de las argucias contrarias a la Ley: maestro de evangelización auténtica y de caridad abnegada en la medida en que arrostró la calumnia y se asoció a Jesucristo en la cruz.
Celoso del honor divino y de sus exigencias. Enamorado no platónico, sino activo, de la Ley, sabe que no puede acomodar al poder sanguinario en el templo sin subvertir al mismo tiempo el sacrificio perpetuo: Se interpondrá con los brazos en cruz ante Teodosio, impidiéndole el acceso a la basílica milanesa a raíz de las matanzas del circo de Tesalónica. La sangre redentora no es compatible con la hipocresía que derrama aquella otra sangre inocente. Entendamos que Teodosio, césar impaciente y expeditivo, aunque temeroso de Dios, se encuentra a años luz de distancia de los gobernantes actuales, marionetas ejecutoras de una matanza satánica. La condescendencia con aquel habría sido negligente, quizá imperdonable pero comprensible… La complacencia y la cohabitación con estos monstruos actuales es muy diferente: tiene su descripción más precisa en los textos proféticos.
Meditando el estudio de su pensamiento que hizo Gustav Schnürer, se advierte, además, que San Ambrosio profundizó, por la vía moral, hasta las raíces económicas de la decadencia. Su repudio de la supremacía del dinero es radical. No es sólo que prevenga a los sacerdotes y a la estructura jerárquica contra los riesgos que entraña su posesión, es que, además, desarrolla un perfecto análisis de la incompatibilidad de las estructuras sustentadas en la hegemonía de la riqueza con el proyecto cristiano de sociedad. Siguiendo las enseñanzas del Redentor, Ambrosio dedica a la riqueza y al dinero palabras de dureza tal, que no volveremos a encontrar nada parecido hasta muchos siglos después en San Francisco de Asís: “Los bienes corporales y exteriores – escribe el obispo de Milán – no sólo no son una ventaja, sino que constituyen un obstáculo para la vida bienaventurada”. Hay en tales palabras materia para la meditación en un momento como el nuestro, cuando se consuma el destino de toda una “civilización”: La ficción iniciada bajo la cobertura del “gobierno del pueblo” – del individualismo y del número – descubre finalmente su engranaje esencial de gobierno de Mamón. Y, en especial, para la meditación de una Iglesia obligada como nunca a profundizar en las causas últimas de la presente debacle. Convendría advertir definitivamente el significado de las inercias que han arrastrado el Cuerpo Místico de Cristo a coyundas con los mercaderes; inercias que permanecen operativas incluso tras destaparse su génesis podrida.
El equilibrio entre la confianza en la gracia y el recurso a un sistema manipulado, que ya desnuda velozmente su signo, no es verdadero equilibrio, sino ejercicio temerario. San Ambrosio no era un imprudente que despreciase todo uso de la riqueza, sino un discípulo convencido de Cristo: sabía que hay momentos en los que la más mínima transigencia es mortal. Y sabía que la Providencia, en cambio, nunca falla.
En los días de San Ambrosio - escribió Schnürer - “no cabía ya esperar una reorganización económica, y la regeneración sólo era posible a condición de sustituir la economía dineraria por el regreso a una nueva era de economía natural, y retroceder de la civilización urbana a una civilización campesina de tipo patriarcal. La religión cristiana poseía, en su doctrina misma, la seguridad de poder sobrevivir a una subversión tan completa; pero, incluso sin tener en cuenta esto último, cualquiera que aprecie en su integridad los valores ideales, verá un acontecimiento afortunado en el hecho de que el cristianismo haya opuesto, con sus máximas, un freno a los excesos que en todo tiempo ha producido la economía capitalista y que para ninguna institución han sido tan amenazadores como para la Iglesia”.
La distancia que va desde el desmoronamiento de un imperio al colapso final de todo un sistema global es muy amplia en todos los sentidos. La ley de las causas y los efectos se aplica hoy a través de una dinámica inexorable, que ya ha comenzado a hacer sentir al mundo y a la propia Iglesia las consecuencias de haber edificado “las realidades humanas sin referencia al Creador”. Pero hoy, a diferencia del s. IV, carecemos por completo de una perspectiva de esperanza verdadera, libre de esos optimismos ilusos que se aferran a Cristo mientras desprecian a los heraldos de su retorno… No se discute con quienes permanecen presos de inercias fuera de control. Tampoco sería ético mentirles. Por ello parece oportuno rescatar aquellas actitudes que resplandecieron en momentos similares y todavía pueden hacer luz en algunas conciencias. En este sentido, las pautas de San Ambrosio siguen siendo esencialmente válidas, porque no se apoyan en espejismos alimentados por nuestro propio empecinamiento, sino en esa confianza capaz de subsistir en medio de las peores pruebas.
Podemos decir que San Ambrosio fue quien, libre de influencias neoplatónicas, mejor comprendió y explicó - y encarnó - el delicado ajuste entre lo religioso y lo político, entre la Iglesia y el Estado o, como diríamos hoy, entre la vida cristiana y “las estructuras”. Todo ello entendido, claro está, en el marco efímero de la última romanidad. Su retórica y su estilo recuerdan a Virgilio, su lógica a Tito Livio y, aunque destaque en su obra el influjo de Séneca y de Cicerón, se encuentra corregido y sublimado por la fuerza evangélica hasta hacerse código de conducta cristiana. San Ambrosio representa posiblemente el mejor antecedente de cuanto el espíritu apostólico es capaz de obrar en el ámbito social. En ese patio exterior del santuario (Ap 11, 2) imposible de apartar como esfera extraña, porque el hombre vive su experiencia religiosa sobre – pero nunca al margen de – su inserción política. San Ambrosio, quizá como fruto de las persecuciones sufridas por la generación de sus abuelos, supo muy bien que no se puede desligar el auténtico culto del compromiso con la realidad social. Sobre todo, con esa exigencia moral inexcusable que es la defensa de la vida de los inocentes.
No es casualidad que Juan Pablo II subrayase la calidad del martirio cristiano como confirmación de la inviolabilidad del orden moral (Veritatis splendor 91) sirviéndose precisamente del párrafo apocalíptico (Ap 13, 710) que previene la tentación a la que hoy nos enfrentamos: En efecto, sólo compran y venden, sólo comercian – en el sentido macroeconómico del término - al comenzar la segunda década del s. XXI, quienes están dispuestos a hacerlo bajo el signo de la Bestia. Pero la dimensión última de éste “comprar y vender” apocalíptico puede alcanzar realidades insospechadas: Una Iglesia local, por ejemplo, eximida del sangrado económico practicado sobre su pueblo por poderes oscuros, sería una Iglesia bajo sospecha. El obispo de Milán se negó en varias ocasiones a protagonizar ese equívoco.
San Ambrosio encarnó la conducta cristiana ante el poder – esa distinción jerarquizada y coordinada, perfectamente definida por el magisterio de León XIII, que nada tiene que ver con la separación impuesta por la apostasía contemporánea – y lo hizo en un momento de la historia marcado, como hoy, por la crisis. Fue trágico que la madurez de su pensamiento coincidiese con el desmoronamiento definitivo de la estructura imperial. Trágico y, al mismo tiempo, providencial. Porque los fenómenos de especulación y esclavitud del siglo IV son antecedentes indicativos, aunque en ínfima escala, de los procesos de asfixia económica, esclavitud encubierta y acaparación de los recursos que ahora preparan la manifestación del Anticristo. En lo político y económico existen coincidencias remarcables que convierten la respuesta ambrosiana en premonitoria. Y en lo moral se distinguen, salvando las distancias, dilemas semejantes.
Para San Ambrosio, occidente era la cuenca mediterránea que baña las penínsulas Ibérica e Itálica, junto con las provincias galas y británicas: Un conjunto destinado a ser purificado por las invasiones, hasta formar el marco de la cristiandad medieval. Para nosotros, “occidente” son los restos descristianizados, corruptelas sofisticadas, de aquel amago de civilización. Restos pasados por la trituradora del liberalismo y entregados ahora, finalmente, a la tiranía definitiva. Por eso tienen mayor ejemplaridad, si cabe, las actitudes prácticas del obispo de Milán. Difícil encontrar una comprensión más exacta del arrianismo – por ejemplo - que la del obispo milanés, que lo explica como consecuencia teológica de la sumisión eclesiástica al poder. Y más difícil todavía hallar una respuesta más contundente salvo, quizá, la de San Hermenegildo, cuando San Ambrosio, jugándose la vida, se enfrenta a la emperatriz viuda de Valentiniano, negándose a compartir los templos con aquellos acomodadores del Evangelio a la moda. Cuando vemos hoy la reimplantación práctica del arrianismo, ese “Jesucristo” cuya distorsión se extiende como un cáncer en el interior de la Iglesia, es inevitable que la mirada se vuelva con nostalgia al ejemplo ambrosiano. Este padre de la Iglesia es el de la contradicción inflexible de las argucias contrarias a la Ley: maestro de evangelización auténtica y de caridad abnegada en la medida en que arrostró la calumnia y se asoció a Jesucristo en la cruz.
Celoso del honor divino y de sus exigencias. Enamorado no platónico, sino activo, de la Ley, sabe que no puede acomodar al poder sanguinario en el templo sin subvertir al mismo tiempo el sacrificio perpetuo: Se interpondrá con los brazos en cruz ante Teodosio, impidiéndole el acceso a la basílica milanesa a raíz de las matanzas del circo de Tesalónica. La sangre redentora no es compatible con la hipocresía que derrama aquella otra sangre inocente. Entendamos que Teodosio, césar impaciente y expeditivo, aunque temeroso de Dios, se encuentra a años luz de distancia de los gobernantes actuales, marionetas ejecutoras de una matanza satánica. La condescendencia con aquel habría sido negligente, quizá imperdonable pero comprensible… La complacencia y la cohabitación con estos monstruos actuales es muy diferente: tiene su descripción más precisa en los textos proféticos.
Meditando el estudio de su pensamiento que hizo Gustav Schnürer, se advierte, además, que San Ambrosio profundizó, por la vía moral, hasta las raíces económicas de la decadencia. Su repudio de la supremacía del dinero es radical. No es sólo que prevenga a los sacerdotes y a la estructura jerárquica contra los riesgos que entraña su posesión, es que, además, desarrolla un perfecto análisis de la incompatibilidad de las estructuras sustentadas en la hegemonía de la riqueza con el proyecto cristiano de sociedad. Siguiendo las enseñanzas del Redentor, Ambrosio dedica a la riqueza y al dinero palabras de dureza tal, que no volveremos a encontrar nada parecido hasta muchos siglos después en San Francisco de Asís: “Los bienes corporales y exteriores – escribe el obispo de Milán – no sólo no son una ventaja, sino que constituyen un obstáculo para la vida bienaventurada”. Hay en tales palabras materia para la meditación en un momento como el nuestro, cuando se consuma el destino de toda una “civilización”: La ficción iniciada bajo la cobertura del “gobierno del pueblo” – del individualismo y del número – descubre finalmente su engranaje esencial de gobierno de Mamón. Y, en especial, para la meditación de una Iglesia obligada como nunca a profundizar en las causas últimas de la presente debacle. Convendría advertir definitivamente el significado de las inercias que han arrastrado el Cuerpo Místico de Cristo a coyundas con los mercaderes; inercias que permanecen operativas incluso tras destaparse su génesis podrida.
El equilibrio entre la confianza en la gracia y el recurso a un sistema manipulado, que ya desnuda velozmente su signo, no es verdadero equilibrio, sino ejercicio temerario. San Ambrosio no era un imprudente que despreciase todo uso de la riqueza, sino un discípulo convencido de Cristo: sabía que hay momentos en los que la más mínima transigencia es mortal. Y sabía que la Providencia, en cambio, nunca falla.
En los días de San Ambrosio - escribió Schnürer - “no cabía ya esperar una reorganización económica, y la regeneración sólo era posible a condición de sustituir la economía dineraria por el regreso a una nueva era de economía natural, y retroceder de la civilización urbana a una civilización campesina de tipo patriarcal. La religión cristiana poseía, en su doctrina misma, la seguridad de poder sobrevivir a una subversión tan completa; pero, incluso sin tener en cuenta esto último, cualquiera que aprecie en su integridad los valores ideales, verá un acontecimiento afortunado en el hecho de que el cristianismo haya opuesto, con sus máximas, un freno a los excesos que en todo tiempo ha producido la economía capitalista y que para ninguna institución han sido tan amenazadores como para la Iglesia”.
La distancia que va desde el desmoronamiento de un imperio al colapso final de todo un sistema global es muy amplia en todos los sentidos. La ley de las causas y los efectos se aplica hoy a través de una dinámica inexorable, que ya ha comenzado a hacer sentir al mundo y a la propia Iglesia las consecuencias de haber edificado “las realidades humanas sin referencia al Creador”. Pero hoy, a diferencia del s. IV, carecemos por completo de una perspectiva de esperanza verdadera, libre de esos optimismos ilusos que se aferran a Cristo mientras desprecian a los heraldos de su retorno… No se discute con quienes permanecen presos de inercias fuera de control. Tampoco sería ético mentirles. Por ello parece oportuno rescatar aquellas actitudes que resplandecieron en momentos similares y todavía pueden hacer luz en algunas conciencias. En este sentido, las pautas de San Ambrosio siguen siendo esencialmente válidas, porque no se apoyan en espejismos alimentados por nuestro propio empecinamiento, sino en esa confianza capaz de subsistir en medio de las peores pruebas.
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