Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Un poco de pan, un poco de pena


Es difícil ponerse de rodillas y exclamar con convencimiento: ¡Soy basura! Pero el enemigo se frota las manos cuando consigue arrastrarnos por el camino contrario, que concluye en el hastío de lo divino

por J.C. García de Polavieja P.

Opinión

Abordar la caridad en la noche de la historia supera ampliamente mi capacidad. Por ello me limitaré a hilvanar unas conclusiones de cuanto se ha dicho en esta liza escatológica: Ideas personales que, por tanto, no tienen otro valor que el de brotar del corazón, y que quisiera compartir con cuantos aguardan el juicio de Jesucristo y su reinado: el “día del Señor” (Ap 1, 10). Día ante el que se halló (verbo que no traducen nuestras biblias) como espectador único el Águila de Patmos.

Sabemos que el secreto de la caridad, como el de toda la vida cristiana, es la humildad. Es imposible practicar la caridad desde el engreimiento, porque Dios no permanece allí donde anida la soberbia: “El Espíritu de Dios habita en nosotros” (cf. Rom 8, 9) pero su divinidad no se aviene con nuestra autocomplacencia. El yerro fatal del discernimiento, esa incapacidad de descubrir al buitre sobre el hombro, proviene de la suficiencia intelectual.

La primera pauta en estos días de tribulación sería pues, como siempre, el reconocimiento de la miseria propia. Siendo inminente el examen de conciencia universal, hay empeño de los engañadores para mantenernos en el desconocimiento de nuestro pecado; empeño que, en la medida en que la misericordia de Dios – oportunísima - nos lo descubre, se muda en incitación a la rebeldía y a la negación de esa condición espiritual. Por eso, el Señor tiene que permitir algún batacazo que nos saque de nuestras ensoñaciones, a riesgo de que suframos o nos rebotemos.

Es difícil ponerse de rodillas y exclamar con convencimiento: ¡Soy basura! Pero el enemigo se frota las manos cuando consigue arrastrarnos por el camino contrario, que concluye en el hastío de lo divino.
La humanidad, a pesar del grito desolado de la naturaleza, está viviendo días de ignorancia respecto a su condición espiritual: Por ello, el primer acercamiento escatológico a la caridad tiene que descubrirla.

La manifestación básica de la caridad, también hoy, es la donación a los demás. La entrega de lo nuestro: nuestro tiempo, desvelos, trabajos, ayudas de todo tipo. Jesús valora especialmente la generosidad en estos días de penuria (provocada por la rebelión del hombre contra Dios y de la naturaleza contra el hombre). La caridad de los últimos tiempos se manifiesta en forma de renuncia, de inmolación propia en beneficio del prójimo. Es ir más allá del deber, del esfuerzo obligado, de la limosna convencional, del gesto de cortesía, para poner en juego nuestros legítimos intereses: La denuncia del aborto, por ejemplo, es caridad aplicada al ser más indefenso y cuenta más que otras generosidades. La contradicción estructural es ahora el gesto auténticamente cristiano, que desenmascara la falsa caridad anticrística: Porque sin aquella, los anuncios amorosos carecen de coherencia.

El secreto de esta caridad parece sólo uno: Aunar sus dos dimensiones, la vertical – de entrega a Jesucristo – y la horizontal, de entrega al prójimo: La segunda procede de la primera, hasta el punto de que, sin ella, se aleja de la autenticidad. Una de las manifestaciones de la apostasía es precisamente el empeño, iluso o premeditado, de practicar una caridad sin testimonio, peor aun, desprovista del impulso que únicamente la gracia proporciona. Por el contrario, en nuestra generosidad tiene que transparentarse Aquel que realmente la mueve: Ella requiere, ahora más que nunca, atribuir claramente y en justicia a su nombre Salvador todo aquello que somos capaces de entregar.

La segunda expresión actual de la caridad es la VERDAD: La verdad en nuestros compromisos intelectuales, en el ámbito eclesial, en la actividad política… En todo. Decir la verdad es caridad, porque el príncipe del mundo impone la mentira no sólo con ánimo de seducir sino, además, como pauta universal de comportamiento. No es sencillo vencer esta imposición, porque la lógica ha sido retorcida para que la verdad resulte hiriente. Los cristianos estamos obligados a conjugar verdad con respeto. Pero abundan – y abundarán todavía más – las ocasiones en que es inevitable que la verdad irrite. Nuestra conciencia deberá sopesar situaciones y consecuencias, con arreglo a una jerarquía de valores en la cual el honor de Dios ocupa el primer lugar. El sello distintivo del seudo-cristianismo es rebajar al plano de lo subjetivo algunas exigencias vitales de la Verdad que nos ha sido confiada, para eludir la contradicción del mundo.

La proclamación de la verdad supone en determinados ámbitos un auténtico ejercicio martirial: Son ya muchos, por ejemplo, los periodistas degradados – y algunos, asesinados – por haber desafiado las consignas impuestas por la tiranía global. El monstruo controla la “opinión” de las masas “occidentales” y pronto será heroica cualquier manifestación de disidencia.

Urge tomar conciencia de que esa misma seducción trata de fagocitar a la Iglesia, aprovechando las cegueras, las complicidades y las dialécticas con que cuenta dentro. Y el escepticismo ante los signos de los tiempos es la especie aromática que facilita la ingestión. Se ignoran y rechazan las señales inequívocas – como las inundaciones devastadoras – que preceden y advierten la purificación definitiva. Por ello debemos acentuar la caridad que transmite el motivo insistente, espectacular y apremiante de los avisos sobrenaturales. “Y esto, teniendo en cuenta el momento en que vivimos. Porque ya es hora de levantarnos del sueño” (cf. Rom 13, 11): Los reconocimientos del protagonismo de nuestra Reina, por mínimos que sean, promueven la espera del Señor y son bendiciones impagables para la Iglesia: son las anclas que frenan el deslizamiento hacia la charca del sincretismo… María, en Lourdes como en Breezy Point devastados, está mostrándonos sus brazos abiertos como refugio seguro.

La tercera de las tres caridades es el DOLOR: Compartir un poco el sufrimiento de Jesucristo sería la caridad suprema, a la que estamos llamados en este momento. La Pasión de la Iglesia se verifica en la medida en que sus miembros nos asociamos al Sacrificio de la Víctima por excelencia. Algunos cristianos somos renuentes a probar unas gotas minúsculas del Cáliz de Cristo (aunque existen también víctimas heroicas). Pero tal caridad, que podría asimilarnos a Jesús, multiplicando su acción en el mundo y siendo exhorcismo definitivo, choca, no sólo contra el repudio de la cruz por el satanismo ambiental sino, sobre todo, con nuestra desconfianza del yugo de Cristo (Mt 11, 30): Él jamás nos carga con cruces que superen nuestra capacidad, y siempre, sin excepción, nos colma con su gracia en la medida necesaria. ¡Pero cuan difícil nos resulta lidiar contra nuestra naturaleza! Y sin embargo, la caridad será completa si añadimos al trozo de pan un poco de pena…El rechazo a compartir esa pena, que hoy anega en lágrimas los rostros celestiales a causa del azote de la humanidad contra sí misma, es la razón última del colapso religioso.

El secreto de esta caridad, como de toda la vida cristiana en los últimos tiempos, es la comunión de vida con María, porque Ella es la “endulzadora de las cruces” según advertía San Luis M. Grignón de Montfort (Tratado, 154).
Los héroes y heroínas de Cristo en los siglos XIX y XX lo tenían claro: María de Jesús Deluil, mártir y beatificada el 22 de octubre de 1989 “estaba convencida de que había que participar del sufrimiento redentor del Crucificado en espíritu de reparación por los pecados del mundo”. San Ezequiel Moreno también llevó esta caridad hasta el extremo… El 3 de octubre de 1943, Jesucristo le dijo a María Valtorta, postrada en el lecho: “Voy mendigando heroísmos de fe y de generosidad a los obreros de la última hora, para que paguen por estos obreros que están privados de celeste moneda”. Pero ahora, los obreros “de la ultimísima hora” permanecemos agarrotados por la desconfianza, a pesar de saber que existe una frontera, que los santos atraviesan, más allá de la cual todo lo que no sea experiencia de la cruz se torna insípido.
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