Sábado, 02 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Perseverar en la fe


No se entenderá la urgencia de tal preparación si no se tiene plena conciencia del instante que vivimos. Y hay que aceptar que esa conciencia está siendo sacudida desde distintos oráculos revestidos de falsa piedad, y lo será mucho más cada día, hasta el examen de conciencia universa

por J.C. García de Polavieja P.

Opinión

La fe es una llama de convencimiento que Dios prende en nuestra alma en algún momento, generalmente cuando comenzamos a razonar y nos interrogamos sobre la enseñanza religiosa que nos han dado.

Recuerdo bien aquel instante de mi infancia, en el Oratorio de los Sagrados Corazones de la calle Villanueva de Madrid, que ya no existe, acompañando a mi abuela en la exposición del Santísimo cuando, en algún momento, interrogado por una moción imperceptible, asentí con una reflexión: “esto es verdad, Dios está ahí”. Tendría unos seis o siete años.

Luego, esa llamita primitiva crece o disminuye, se convierte en hoguera o desaparece, según la alimentación que le damos, a caballo de las circunstancias de la vida y de nuestra propia conciencia.

Hoy vivimos la gran tribulación, todavía incipiente, y asoma el mayor huracán de cuantos han tratado de apagar esas llamas de fe a lo largo de la historia. Por ello, no constituye ninguna disgresión en la apologética dedicar espacio y tiempo a reflexionar sobre las amenazas que se ciernen sobre ellas y sobre la mejor forma de prevenirlas. La fe es el pilar básico de todo, y hemos sido avisados de que las circunstancias serán duras, pero “quien persevere hasta el fin, ese se salvará” (cf. Mt 24, 13).

Hace días, el 19 de agosto, Luz de María de Bonilla escuchó de labios del Señor, en el curso de una confidencia, la advertencia siguiente: “La Fe debe cimentarse en Mí, no en los hombres, para que esta fe sea firme y pueda soportar las pruebas venideras…” .

Jesucristo repetía algo que no debemos olvidar: Es necesario apoyarnos en Él, si queremos superar las asechanzas que se ciernen sobre nuestra fe. Porque en Cristo Jesús obtendremos valor para llegarnos confiadamente a Dios (cf. Ef 3, 12). Cimentada en Cristo, nuestra fe tiene que nutrirse en las Sagradas Escrituras, sin interferencias “humanas”, es decir, evitando las desviaciones, omisiones o interpretaciones capciosas, vertidas sobre ellas: Para ello, resultan imprescindibles aquellas biblias que recogen los comentarios – que son inigualables - de los Padres de la Iglesia (biblia de mons. Straubinger, de Navarra, etc.) Sólo así podrán neutralizarse las manipulaciones actuales y por venir.

Las revelaciones privadas son útiles únicamente en cuanto concordantes y complementarias. Esta advertencia confirma las dificultades que despuntan desde el interior de la Iglesia para nuestra vida cristiana. Pero el Señor no alude tanto a esa ambigüedad en demasiadas estructuras eclesiásticas, sino, más bien, a la urgencia de que nos abramos de par en par, con alma, vida y corazón, a una relación estrecha, de escucha y coloquio, con su propia Persona. A través de una cercanía que, por su parte, nunca ha cesado. No hay duda de que este instante es el más propicio para ello, porque: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con Él y él conmigo” (cf. Ap 3, 20).

La comunión de vida con el Señor – como ya se advertía en el artículo anterior – es la base de nuestra perseverancia en la fe. Hay que aceptar, para poder iniciar esa relación íntima que, efectivamente, todos y cada uno de nosotros, si queremos, podemos escuchar el aldabonazo divino. En la hora presente, los recelos anti-místicos y prevenciones de tipo racionalista o incluso suspicacias piadosas, están de más: Hay que abrir la puerta, confiando en la magnanimidad del Señor y en su protección contra engaños; sabiendo que Él nos ofrece medios extraordinarios, desde poner textos oportunos a nuestro alcance, respondiendo a nuestras inquietudes, hasta distintas formas de hablarnos al corazón o al oído… Y que los utiliza. Es un hecho que los está utilizando con miles de almas en todo el mundo. Jesús quiere nuestra atención personal, intransferible y directa, porque sabe que ese diálogo entrañable y el abrazo sobre su Corazón Sagrado nos van a resultar imprescindibles para conservar encendida la llama de la fe.

Esta comunión de vida, que conduce a la configuración con Jesucristo, nos es ofrecida hoy con las mayores facilidades debido a la dificultad del momento, pero requiere un mínimo de apertura: Hay que dar ese paso del “heme aquí Señor, me acojo a tu Misericordia” que implica reconocimiento de la propia miseria y aceptación del cambio. Se trata de un acto de voluntad, ciertamente, pero ahora cuesta darlo, porque un gas invisible de soberbia impregna el ambiente. De ahí la inmensa ventaja – que siempre ha existido – de poder recurrir a María, nuestra Madre, psicóloga de las dolencias y heridas de cada uno; de cuya mano sabremos dar los pasos necesarios. La santísima Virgen sabe enseñarnos, con delicadeza inigualable, a adoptar con justicia la actitud del mendigo: Ella es la gran pedagoga de las bienaventuranzas, que son, a su vez, en todo momento, el núcleo de la vida cristiana y, además, el programa para la perseverancia en estos últimos tiempos.

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”(cf. Mt 5, 3). Es pobre de espíritu aquel que adopta de corazón la actitud de mendigo como el publicano en el templo, que no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo: “¡Oh, Dios!¡Ten compasión de mí, que soy pecador!” (cf. Lc 18,13). Esta pobreza de espíritu, sustentada en el reconocimiento del pecado, además de ser requisito permanente de la vida cristiana, es el antídoto más efectivo contra la “espiritualidad” del seudo-profetismo anticrístico.

Debemos afianzarnos en la comunión plena con Jesucristo de la mano de María y a través de la Eucaristía. Un asidero que será, además, absolutamente necesario en los días venideros, para sostenerse en la fe. La cercanía de la Stma. Virgen y la vida eucarística están ligadas hasta tal punto, que es muy difícil y, en estos tiempos, prácticamente imposible, perseverar en la segunda sin estrechar la primera: El rezo vespertino del Sto. Rosario, siempre nos da fuerza para ir a Misa al día siguiente; porque neutraliza la acedia con que el enemigo intenta bloquear nuestra participación eucarística. Nuestra Señora es partidaria de reforzar constantemente, además, esa voluntad mediante los gestos pequeños: pequeñas jaculatorias, pequeños sacrificios, etc. Luego vendrá la certeza de la presencia del Señor a nuestro lado, y añadiremos saludos y miradas, que serán imperceptibles para el mundo exterior.

La perseverancia en la fe hasta la venida del Señor, muy cercana, se construye sobre estos cimientos. No se entenderá la urgencia de tal preparación si no se tiene plena conciencia del instante que vivimos. Y hay que aceptar que esa conciencia está siendo sacudida desde distintos oráculos revestidos de falsa piedad, y lo será mucho más cada día, hasta el examen de conciencia universal. Por ello debemos defenderlos mediante una serie de medidas preventivas, adaptadas a la “reciedumbre de los tiempos”. De ellas hablaremos, si Dios quiere, en el artículo siguiente.
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