Miércoles, 30 de octubre de 2024

Religión en Libertad

¡Confesión, confesión!

Un hombre de pie en una iglesia, en contraluz.
Solo aprendiendo a pedir perdón a Dios en el confesionario podemos librarnos de la esclavitud de juzgar duramente a los demás. Foto: Vitautas Markunas, SDB / Cahopic.com

por Gonzalo de Alvear

Opinión

Los juicios duros sobre los demás están intrínsicamente relacionados con la falta de confesión del que juzga. Ahí queda eso. 

Cuanto más duras (y frecuentes) son las palabras que salen de mi boca significa que menos veces me arrodillo en un confesionario para declararme pecador necesitado de Misericordia.

Si señalo, juzgo y condeno alegremente, lo hago porque considero -aun sin ser consciente- que estoy por encima de todos aquellos a los que enjuicio y, por supuesto, no me considero necesitado de misericordia y perdón. Yo soy bueno, los demás malos. Yo soy listo, los demás tontos.

Y me voy transformando en una máquina de juzgar y criticar y acabo -misteriosamente para mí- muy solo.

Y me convierto en un verdadero experto en decirle a los demás lo que deben hacer con su vida sin que me hayan pedido consejo, al igual que en un gran solucionador de cualquier problema sin importar su complejidad, cuya solución comienzo siempre con mi frase más repetida, “Lo que habría que hacer es...”, esperando que sean los demás quienes recojan el guante y se pongan manos a la obra siguiendo mi sabia opinión que, si cae en saco rato, me provoca una venenosa frustración interior.

No he conocido la Revolución con mayúscula: la de Jesucristo, que consistió en amar sin límites y para ello perdonar sin límites. Y el perdón, como el amor, debe de ser bidireccional (salvo en el caso del Señor, que ama infinito e incondicionalmente y nos perdona siempre, que para eso instauró el sacramento de la confesión). Si no perdono, no seré perdonado. Si no amo, no seré amado. Si no sé pedir perdón, siempre echaré la culpa de mis fracasos y frustraciones a los demás. Y me envenenaré en mi propia bilis. Es impepinable.

Cuantas más veces me arrodillo y me reconozco pecador necesitado de Misericordia, más comprensivo me vuelvo con los demás y menos duros son mis juicios. Si yo, que he recibido tanto, fallo más que una escopeta de feria, ¿cómo puedo atreverme a juzgar a los demás? De manera que en esa confesión no sólo recibo el regalo del perdón, sino también sabiduría y amor.

¿Y si me atreviera a ir mucho más allá y pedirle al Señor mirar como Él nos mira y sus entrañas de misericordia?

Por todo esto agradezco infinito a todos esos sacerdotes que, superando el hastío que -seguro- les produce escuchar tantos pecados repetitivos y poco originales, se pasan horas al día sentados en confesionarios, perdonando en nombre del Señor de la Misericordia y algunos hasta dando consejos que iluminan y ayudan a vivir una vida más santa y por lo tanto más feliz.

¡Gracias!

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