Del niño que subió al Gólgota y vio Roma arder
Debe de tener 13 ó 14 años. Aún lleva uniforme del colegio con pantalones cortos. Pelo castaño, un poco alborotado. Entre sus manos, una pequeña mochila que agarra con fuerza, como creyendo que algo malo puede pasar si se la cuelga a la espalda. Sus ojos de niño, de un verde oscuro, se vuelven negros con el reflejo del desolador paisaje que contempla.
Frente a él se yergue una colina seca en cuya base se amontonan piedras de distintos tamaños que han ido cayendo desde hace años. Grandes pedruscos y piedras más pequeñas. Grises y manchadas por una capa de ceniza que invade todo. El niño mira arriba y contempla una cruz en la cual está clavado un hombre. La terrible imagen es silueteada por una potentísima luz de fuego que se mueve. Detrás de la colina arde algo inmenso.
A pesar del miedo que le invade, el niño quiere subir y llegar a la cruz. Solo les separan unos cincuenta metros pero la subida se le hace ardua. Cada pisada sobre las pequeñas piedras y grava le hace resbalar y no le deja otra opción que colgar la mochila a su espalda y ayudarse con las manos. Jadea. Le cuesta respirar por el aire caliente contaminado de ceniza. Finalmente alcanza la cima. Mira al hombre crucificado y se acerca tímidamente mientras vuelve a recuperar la mochila entre sus manos. Cuando llega a los pies de la cruz, baja la mirada y abre la mochila, sacando de ella un objeto amorfo, de color Oscuridad. Deja la mochila en el suelo y ofrece con ambas manos el extraño objeto al Crucificado.
La escena se queda congelada unos segundos, como si de una fotografía se tratase. Pasa un minuto; un minuto sagrado. De repente el Crucificado sonríe a pesar del infinito dolor que soporta su cuerpo lacerado. Extiende su mano derecha y coge el regalo del niño. Ambos saben qué es, aunque el niño, más que saberlo, lo intuye. No es más que una amalgama hecha con los pequeños sinsabores que ha sufrido en su corta vida y, sobre todo, con todo el dolor que soportará en el futuro. El niño se abraza a la Cruz y le dice al Hombre Crucificado que no quiere que sufra solo. Él contesta que no sufre solo, que está el chico con él.
El niño se abraza con más fuerza a la Cruz sin saber que con ello se abraza a su propia cruz. Mientras, contempla un inmenso horizonte envuelto en llamas que ya han devorado ciudades enteras, campos, pueblos y bosques. Solo sobresalen algunos edificios. El niño se fija bien y reconoce la cúpula de San Pedro de fotos de su libro de historia y arte de 6º de EGB. El resto de Roma no está, pero no teme. Sabe que abrazado a la Cruz hay esperanza….
Yo conocí a ese niño. Ya han pasado muchos años pero aún recuerdo lo que me contó.
“Me dijo que volviera a casa, pero antes se bajó de la Cruz y me susurro al oído: no busques otro camino, yo soy el Camino. Haz lo que Yo. Reza, perdona, ama y ofréceme tu cruz. Con eso me ayudarás a salvar mi Iglesia y a ti, mi querido niño”.