Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Chile, Gottard y Santa Bárbara


Aquí han colaborado tres grandezas: la de la ciencia y técnica, la de la cooperación entre las naciones y la de la unión entre todas las instancias de un pueblo para salvar a sus hombres.

por Olegario González de Cardedal

Opinión

El 15 de octubre quedará en el futuro como el día más significativo del año 2010. Con veinticuatro horas de diferencia se consumaban dos gestas de coraje, de capacidad y de riesgo que nos devuelven a los humanos la dignidad y el orgullo de ser hombres frente a los poderes a los que unas veces nos vemos arrojados por fuerzas desconocidas y otras lanzándonos por propia voluntad a la aventura.

En los abismos de la tierra han permanecido 33 mineros durante semanas que nos han parecido eternas, ya que los setecientos metros que los separaban de la luz parecían impenetrables hacia abajo y más insuperables todavía hacia arriba. Primero eran tres meses de espera, luego menos, y al final el genio, arrojo y empeño de muchos ha logrado que la oscuridad del abismo cediese a la claridad del sol solo en semanas. Mientras que otros países todavía recientemente dejaban a sus mineros perdidos en los senos de la tierra, Chile entero se ha alzado en son de paz y de trabajo para rescatar a sus hombres. Un presidente, todo un Gobierno, los partidos políticos, la sociedad entera unida, decidieron poner en juego todos los medios humanos posibles.

Medios técnicos, financieros, médicos y psicológicos. Ningún insensato orgullo nacional prevaleció a la hora de pedir ayuda a otros países, fueren los que fueren. El rescate de los mineros chilenos solo ha sido posible porque durante el último medio siglo las conquistas científicas han sido inmensas. Sin los conocimientos que los viajes a la Luna y por el resto del celeste universo nos han aportado sobre la resistencia, condiciones de vida y límites del organismo humano en situaciones extremas no hubiera sido posible el rescate de los mineros chilenos. Aquí han colaborado tres grandezas: la de la ciencia y técnica, la de la cooperación entre las naciones y la de la unión entre todas las instancias de un pueblo para salvar a sus hombres.

Y en medio de todo ello, los dramas de mujeres e hijos llorando y rezando cada día ante el pozo, con un futuro posible de viudedad y de orfandad. Los gritos finales de agradecimiento a Dios y a los hombres, el resuello de los mil millones que vimos angustiados salir al primero y exultantes al último. El dolor nos ha devuelto la conciencia de formar una Humanidad, de ser solidarios todos de todo, y la convicción de que cuando muere un minero, o cualquier otro hombre, con él muere algo de cada uno de nosotros. El gozo final no nos puede hacer olvidar que sin el silencio laborioso de miles de científicos, ingenieros, calculadores, médicos durante los años y siglos anteriores no hubiéramos visto ayer vivos a los treinta y tres. Ese trabajo silencioso de la inteligencia, de las aulas y de los laboratorios, que no tienen eco ni aplauso inmediato, son los autores de esta victoria: a ellos hay que mirar agradecidos. Sin su larga paciencia y su humilde silencio casi nada de lo más eficaz que poseemos hoy sería posible, y estaríamos todavía más humillados bajo los golpes de la naturaleza y menos liberados para la libertad y el amor, el servicio y la justicia. Entre otras cosas, para que la seguridad de las minas sea técnicamente mejor y empresarialmente otra.
Ese mismo día 15, a las dos de la tarde, una gigantesca tuneladora perforaba las entrañas de los Alpes suizos bajo un monte de 2.500 metros, abriendo paso al túnel ferroviario de San Gotardo, de 57 kilómetros de longitud, el más largo del mundo. Se llegaba al final de diecisiete años de trabajo uniendo Faido y Sedrun. Iniciado en 1993, estará concluido en 2017, fruto de la voluntad de una pequeña nación, Suiza, dispuesta a abrir sus caminos para que ese inmenso macizo que son los Alpes, comunes con Francia, Italia Alemania, Austria y Yugoslavia, donde están los ojos de tres ríos, Rin, Ródano y Po, donde convergen todos los europeos vueltos hacia las más altas cumbres, no sean montañas que distancian sino llanuras viables que acorten el camino entre Génova y Amsterdam. Junto con los otros dos túneles, el de Lötschberg y el de Monte Cereri, forma el corazón del Pasillo 24, el proyecto europeo que acortará por tierra la comunicación de mercancías y de pasajeros entre las costas del Mediterráneo y las del Báltico.

Esta obra gigantesca ha sido también fruto de la ilusión y de la concordia. El ministro suizo de Transportes, M. Leuenberger, decía ante esta grandiosa obra de ingeniería: «La montaña es grande; nosotros somos pequeños. Juntos hemos vencido a la montaña». Ese «juntos» tenía en este caso un sentido bien concreto, ya que gobiernos y ministros de distinto signo político se habían unido al principio para iniciar el proyecto y se abrazaban ayer a punto de concluirlo. ¿Cómo no pensar en aquellos otros gobiernos y políticos cuya decisión inicial parece ser incriminar, olvidar y desechar todo lo que habían empezado sus adversarios políticos, para estar comenzando siempre desde cero y no acabar nunca de llegar?

En el acto de apertura del túnel de San Gotardo había multitudes esperando el momento de ver la luz al otro lado. Allí estaban los mineros con trajes rojos y sus cascos, pero sobre todo con lágrimas al ver la maravilla concluida. Allí estaban un sacerdote católico y un pastor protestante acogiendo el silencio de los presentes y transformándolo en oración común de acción de gracias, de esperanza y de promesa. Y en medio del acto se colocaba en un rincón del túnel, bello y discreto, con rosas alrededor, la imagen de Santa Bárbara, patrona de los mineros. Uno de ellos decía ante las cámaras que dentro de la mina se sabe lo que es la vida siempre amenazada y por ello siempre agradecida como un don. En la mina cada día todo es posible: volver a vivir o perecer. Es tal el número de elementos en juego, que no todo es programable y previsible. En las obras de este túnel han fallecido ocho mineros. Levantar los ojos al cielo es el gesto más natural del hombre: el más humilde y el más engrandecedor.

EN un mes he asistido a la inauguración de dos imágenes de Santa Bárbara con el castillo como su símbolo y el recuerdo de la muerte repentina de su padre. En una aldea de las alturas de Gredos y ante la televisión suiza contemplando el túnel de San Gotardo. Patrona de los hombres del campo y de la montaña ante las tormentas, patrona de los mineros, patrona de los artilleros: patrona de todos aquellos para quienes el fuego y lo imprevisible nos pueden escindir como los rayos descuajan los árboles y hienden las peñas. Quien no haya vivido una tormenta a dos mil metros de altura, ese no sabe lo que son la grandeza y la pequeñez del hombre. Solo quien acoge la vida como un don permanente e integra la muerte como una posibilidad permanente, solo ese es libre.

He aquí dos gestas de aquel realismo utópico constitutivo del hombre que para lograr lo posible tiene que atreverse a lo imposible. ¡Gestas de quienes por magnanimidad se atreven a grandes empresas a favor de los otros, tan lejos de aquellos que se empeñan en mantener a cualquier precio el poder para sí mismos! Cómo no gritar de júbilo con Kierkegaard: ¡qué glorioso es ser hombre! Pico de la Mirándola, al comienzo de su discurso «Sobre la dignidad humana», pone en boca de Dios estas palabras dirigidas al hombre: «No te he dado un lugar determinado, ni rostro propio, ni don particular, a fin de que tu lugar, rostro y dones los conquistes y poseas por ti mismo… Tú podrás degenerar en formas inferiores, como las de las bestias, o, regenerado, alcanzar las formas superiores que son divinas».

Olegario González de Cardedal, teólogo
Publicado en ABC
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