Una Iglesia aniquilada
¿Puede seguir vivo el obispo que desapareció en 1949?
La Santa Sede aún considera a Francis Hong Yong-ho titular de la diócesis de Pyongyang. Si vive, tiene 106 años.
"No se sabe de ningún sacerdote que sobreviviese a la persecución de finales de los años cuarenta, cuando 166 sacerdotes y religiosos fueron asesinados o secuestrados. El Anuario Pontificio continúa considerando ´desaparecido´ a quien era entonces obispo de Pyongyang, y que tendría hoy cien años. Es un gesto de la Santa Sede para recordar la tragedia que ha sufrido y sigue sufriendo la Iglesia en Corea [del Norte]": así lo explicó en octubre de 2006 el cardenal Nicolas Cheong Jin-Suk, en la fecha en la que el hombre de quien hablaba, Francis Hong Yong-ho, cumpliría cien años, de estar vivo.
El cardenal Cheong era a la sazón arzobispo de Seúl (cargo que abandonó en mayo de este año), y desde 1998 administrador apostólico de la diócesis de Pyongyang. Hoy, seis años después, sigue siéndolo, y monseñor Hong Yong-ho acaba de cumplir, al menos mientras la Santa Sede no le dé oficialmente por muerto, 106 años. Y sigue siendo el titular de su diócesis, diezmada por el régimen comunista norcoreano ya antes de que concluyese la guerra que parte el país por el célebre Paralelo 38 desde que terminó la Segunda Guerra Mundial.
Destrucción completa
Cuando comenzó la persecución, un 30% de los habitantes de Pyongyang eran católicos, por un 1% que había en el resto del país. La ocupación soviética al norte del Paralelo 38, la instalación posterior -al modo con que sucedió en la Europa del Este- de un régimen comunista, la influencia china y la consolidación de Kim Il Sung tras el armisticio de 1953 se cernieron como una plaga devastadora para los cristianos, hasta su aniquilación absoluta.
Monseñor Hong Yong-ho desapareció un día indeterminado de 1949, cuando fue detenido por los comunistas. Pudo ser asesinado poco después o ser internado en un campo de reeducación y morir en él. O puede seguir vivo. Nada se sabe. Por esas mismas fechas fue capturado también el delegado apostólico en Corea, el obispo norteamericano Patrick James Byrne, de 62 años, pero de él sí hay constancia de que murió en cautividad, tras un penoso calvario, el 25 de noviembre de 1950.
Francis Hong Yong-ho nació en octubre de 1906. Fue ordenado sacerdote en 1933 y elevado al episcopado en 1944, cuando Pío XII le nombró vicario apostólico de Pyongyang. Juan XXIII elevó a diócesis ese vicariato en 1962 y le nombró obispo titular de la misma, más como gesto de protesta contra la represión y de solidaridad con el hermano cautivo, que por los efectos prácticos que pudiese tener ese establecimiento.
En efecto, aunque el gobierno norcoreano habla de 4.000 católicos en todo el país, las fuentes de la agencia católica AsiaNews estiman en dos centenares los que pueden quedar, y todos ellos muy ancianos. Hay un único lugar de culto teórico, la iglesia de Changchung, que esas mismas fuentes consideran una mera fachada propagandística ofrecida por el régimen.
La nómina de obispos católicos asesinados o encarcelados por los partidos y regímenes comunistas es amplia y tan actual como en la cercana China. Pero el caso de monseñor Hong Yong-ho adquiere un peculiar dramatismo por la ausencia absoluta de informaciones y la certeza absoluta de los sufrimientos padecidos. Sesenta y tres años de un silencio siniestro, preludio, eso sí, de la gloria reservada a quienes acuden al encuentro de Cristo con la palma del martirio en las manos.
El cardenal Cheong era a la sazón arzobispo de Seúl (cargo que abandonó en mayo de este año), y desde 1998 administrador apostólico de la diócesis de Pyongyang. Hoy, seis años después, sigue siéndolo, y monseñor Hong Yong-ho acaba de cumplir, al menos mientras la Santa Sede no le dé oficialmente por muerto, 106 años. Y sigue siendo el titular de su diócesis, diezmada por el régimen comunista norcoreano ya antes de que concluyese la guerra que parte el país por el célebre Paralelo 38 desde que terminó la Segunda Guerra Mundial.
Destrucción completa
Cuando comenzó la persecución, un 30% de los habitantes de Pyongyang eran católicos, por un 1% que había en el resto del país. La ocupación soviética al norte del Paralelo 38, la instalación posterior -al modo con que sucedió en la Europa del Este- de un régimen comunista, la influencia china y la consolidación de Kim Il Sung tras el armisticio de 1953 se cernieron como una plaga devastadora para los cristianos, hasta su aniquilación absoluta.
Monseñor Hong Yong-ho desapareció un día indeterminado de 1949, cuando fue detenido por los comunistas. Pudo ser asesinado poco después o ser internado en un campo de reeducación y morir en él. O puede seguir vivo. Nada se sabe. Por esas mismas fechas fue capturado también el delegado apostólico en Corea, el obispo norteamericano Patrick James Byrne, de 62 años, pero de él sí hay constancia de que murió en cautividad, tras un penoso calvario, el 25 de noviembre de 1950.
Francis Hong Yong-ho nació en octubre de 1906. Fue ordenado sacerdote en 1933 y elevado al episcopado en 1944, cuando Pío XII le nombró vicario apostólico de Pyongyang. Juan XXIII elevó a diócesis ese vicariato en 1962 y le nombró obispo titular de la misma, más como gesto de protesta contra la represión y de solidaridad con el hermano cautivo, que por los efectos prácticos que pudiese tener ese establecimiento.
En efecto, aunque el gobierno norcoreano habla de 4.000 católicos en todo el país, las fuentes de la agencia católica AsiaNews estiman en dos centenares los que pueden quedar, y todos ellos muy ancianos. Hay un único lugar de culto teórico, la iglesia de Changchung, que esas mismas fuentes consideran una mera fachada propagandística ofrecida por el régimen.
La nómina de obispos católicos asesinados o encarcelados por los partidos y regímenes comunistas es amplia y tan actual como en la cercana China. Pero el caso de monseñor Hong Yong-ho adquiere un peculiar dramatismo por la ausencia absoluta de informaciones y la certeza absoluta de los sufrimientos padecidos. Sesenta y tres años de un silencio siniestro, preludio, eso sí, de la gloria reservada a quienes acuden al encuentro de Cristo con la palma del martirio en las manos.
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