Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Reflexionando sobre el Evangelio (Mt 4,12-23.)

Llamamos a tu puerta Señor. Ábrenos.

por La divina proporción

Cristo llama a todos los que están dispuestos a escucharle. "Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca", pero no tenemos nuestros oídos dispuestos  para escuchar. Si nos llama a seguirlo ¿Seríamos capaces de dejar atrás todas las apariencias que nos dar seguridad? La oscuridad nos permite ocultar lo que somos y lo que pensamos. La Luz de Cristo nos permite vernos tal cual somos y dejar de temer que otros vean lo que somos. La Luz que muestra la presencia de Dios en todos y en todo. Sin esta Luz no podremos amar a nuestros hermanos, aunque se comporten como enemigos.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente. (San Columbano. Instrucción espiritual 12, 3)

No es sencillo negarnos a nosotros mismos. Conlleva quitarnos todos los ropajes que nos hacen parecer grandes relevantes. Aunque el Señor nos llame, no es sencillo bajarnos de la barca de los convencionalismos sociales. Conforme todos apoyamos la apariencias , es más difícil que decidamos romper el silencio y proclamar el Evangelio. Decir que sólo Cristo salva y que sin Él nada tiene sentido, es contradecir al mundo que nos rodea. Dar el salto al vacío necesita oración. Oración llena de humildad.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido (…) y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor. Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo. (San Columbano. Instrucción espiritual 12, 2)

Como dice San Columbano, por muy grande que sea la tormenta que intente arrastrarnos no podrá extinguir el amor de Dios, la Caridad que es Dios mismo en nosotros. Por eso sólo podemos orar a Dios para que haga posible en nosotros Su presencia divina.

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