Afganistán e Hispanoamérica
por En cuerpo y alma
La retirada en Afganistán de las tropas de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, -hasta cien mil soldados en su momento de mayor implicación-, pone de manifiesto, una vez más, la dificultad de un escenario como el afgano, en el que todas las potencias modernas, repito, todas, han fracasado estrepitosamente.
Lo hizo en el s. XIX el que entonces era el imperio más poderoso de la Tierra, el Reino Unido, el cual hubo de abandonar el país en hasta dos ocasiones, en 1842 y en 1881. La primera, por cierto, severamente castigado.
En 1992 la que abandona el escenario, también humillada, es la que hasta poco antes había pugnado con Estados Unidos por la condición de primera potencia militar del planeta, la Unión Soviética.
Lo hace ahora el que, sin duda, es todavía el ejército más poderoso del mundo, el estadounidense, cuya presencia en el lugar, por si fuera poco, viene acompañada de la de muchos de sus aliados en la organización militar más importante del planeta, la OTAN.
Ninguno de ellos ha conseguido mejorar en lo más mínimo las condiciones de vida en el país o adaptar las costumbres de su población a los estándares generalmente considerados de modernidad, lo que queda fehacientemente constatado, entre otros hechos, por el grado de retroceso que va a registrar para la comunidad femenina del país el acceso a su gobierno de los nuevos hombres fuertes del lugar, los talibanes, es decir, los mismos a los que se pretendía desplazar, convertidos en verdaderos vencedores de la contienda.
Momento que se antoja más que adecuado para valorar todo el progreso y modernización que España consiguió, con un aparato militar infinitamente inferior, en un escenario que registraba una problemática y unas dificultades en muchos aspectos comparables, en otros incluso superior, la América de los siglos XV y XVI, haciendo posible a los indígenas americanos el tránsito del neolítico al renacimiento en apenas dos generaciones, un tránsito que a los europeos había costado 7.000 enteros años.
Lo que, sin duda alguna, ha de atribuirse, como poco, a dos factores.
Primero, al inmenso ejército, no menos equipado pero sin arma alguna, desplazado por España al lugar de los hechos: el que formaban los miles de frailes y misioneros que a él se allegaron, llenos de una fe proverbial no sólo en Dios, sino en la misión que les llevaba allí, a saber, la evangelización, la colonización y la modernización de unas comunidades que aún se hallaban en el neolítico.
Y segundo, al trato brindado a la población preexistente, a la que no sólo se respetó como pocas veces se ha hecho en la historia de la Humanidad con los pueblos derrotados, sino con la que incluso se fundió de manera que no registra paralelo alguno, hasta crear la gran raza mestiza hispanoamericana que constituye al día de hoy entre el 60 y el 70% de la entera población en los países de Centro y Sudamérica colonizados por España.
Semejante proceso se intentó completar también en los dos tercios del territorio hoy día estadounidense en los que España estuvo presente en algún momento de su paso por América, algo que, por desgracia, se verá interrumpido por la abrupta irrupción de los nuevos colonizadores anglosajones protestantes que reemplazan a los españoles a partir del s. XIX, los cuales basarán el dominio de la tierra no en la fusión con sus anteriores habitantes y en la mejora de sus capacidades, sino más bien en su exterminio, y en el mejor de los casos, en su confinamiento, reducidos, como los dejará, a un 1% de la entera población estadounidense, segregados y amontonados en reservas específicamente creadas para ellos.
Y con esta breve pero oportuna reflexión me despido por hoy, no sin desearles, como siempre, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
©L.A.
Si desea ponerse en contacto con el autor, puede hacerlo en encuerpoyalma@movistar.es. En Twitter @LuisAntequeraB
Dedicado a mi amigo Alberto Hernández, puntual lector de esta columna, en una conversación con el cual, nació la idea que da cuerpo a este artículo.