Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Reflexionando sobre el Evangelio

¿Estamos lejos del Reino de Dios?

por La divina proporción

El Evangelio de hoy tiene dos preguntas que pocos nos hacemos en el día a día que nos toca vivir. ¿Amamos a Dios sobre todo, incluso sobre nosotros mismos? ¿Amamos a nuestro prójimo de igual forma que nos amamos a nosotros mismos? Pero ¿Por qué preguntar a Cristo por el primero de los mandamientos? Hoy lo hacemos constantemente. Los activistas, para que Cristo les hable de que lo primero es hacer, atender y construir. Los emocionalistas, para que Cristo corrobore que lo primero es la experiencia emotiva, lo "experiencial” o lo que nos conmueve. Los intelectualistas, esperando que el Señor les hable de que deben saber y comprender como primera obligación. Los últimos Sínodos evidencian esta intención de auto-justificación por medio de las excusas que mejor se ajustan a lo que nos "conviene".

Y no debe chocarnos que diga San Mateo, que fue el escriba a preguntar al Señor para tentarle, porque pudo suceder que, aunque fuera con tal intención, se corrigiera con la respuesta del Señor. O quizá, aunque tuviera esta intención, no fuera la del que con malicia se propone engañar a su enemigo, sino más bien la del que con prudencia pretende esclarecer algo que le resulta oscuro. (San Agustín, de consensu evangelistarum, 2,73)

En la pregunta que realiza el escriba hay un trasfondo que en estos días padecemos y sufrimos: la relativización, subjetivización e individualización de todo lo que Dios nos indica. Incluso la misma existencia de Dios, termina siendo una excusa para vivir la fe desde el punto de vista socio-cultural. Lo que buscamos es una respuesta que nos justifique y que nos haga sentir bien con nosotros mismos. No es una pregunta sencilla de responder, pero la contestación de Cristo nos da muchas pistas interesantes sobre las que reflexionar. Tenemos que amar a Dios por encima de todo y todos. Dios debe ser referente, modelo, destino, objetivo, de toda nuestra vida. ¿Y los hermanos? Preguntarán quienes utilizan a los desfavorecidos para hacerse publicidad en los medios y ganar halagos del mundo. A los hermanos hay que amarlos profundamente, pero al mismo nivel que nos amamos a nosotros mismos. La siguiente pregunta es evidente ¿Cómo nos tenemos que amar a nosotros mismos?

¿Qué somos? Dios nos creó a imagen y semejanza de sí mismo. Pero imagen no es equivalencia. Tampoco la semejanza es igualdad. Un retrato está hecho a imagen y semejanza de una persona, pero no es la misma persona. ¿Qué tenemos que amar en nosotros mismos? Esa imagen de Dios y esa semejanza que busca el modelo original del que fueron tomados. ¿Qué tenemos que ver en nuestros hermanos? La respuesta es evidente. Tenemos que ver en ellos la imagen y la semejanza con Dios. Pero, la naturaleza original se vio herida por el pecado. Hay una distorsión de la obra de Dios que se asemeja a emborronar el retrato original. En nosotros mismos y en nuestro hermano, tenemos que ver más allá de lo superficial, aparente, emotivista. Tenemos que ver el modelo que Dios depositó en nosotros. Eso es lo que debemos amar en nosotros y en quienes está próximos a nosotros.

Hay otra pregunta implícita que no se suele dejar escondida porque es muy incómoda ¿Somos capaces de entender que otras personas no se comporten como nosotros y amarlas igualmente? Sobre todo porque cada cual se entiende y se ama a sí mismo, de formas muy diferentes. Si nos hacemos esta pregunta nos daremos cuenta por la que Cristo nos llamó a no entrar a valorar a las personas: “No juzguéis, para que no seáis juzgados" (Mt 7, 1) de igual forma que nos llamó a juzgar lo que sucede, sus causas y sus efectos: “Jesús también dijo a la gente: «Cuando ustedes ven que las nubes se levantan por occidente, dicen que va a llover, y así sucede. Y cuando el viento sopla del sur, dicen que va a hacer calor, y lo hace. ¡Hipócritas! Si saben interpretar tan bien el aspecto del cielo y de la tierra, ¿cómo es que no saben interpretar el tiempo en que viven?” (Lc 12, 54-56). Cuando juzgamos a los demás, estamos viendo en ello lo que reconocemos en nosotros mismos. Es peligroso juzgar, porque en el juicio diremos más de nosotros, que de la otra persona.

¿Estamos lejos del Reino de Dios? Si no juzgamos el tiempo en que vivimos y nos mimetizamos para adecuarnos a lo que se valora en cada momento, no somos más que agnósticos con una leve pátina de creyentes. ¿Qué amamos sobre todas las cosas? La adecuación socio-cultural. ¿y Dios? Por desgracia, para los católicos socio-culturales, Dios está demasiado lejos y no le interesamos. Esa es una de las más tristes realidades de la sociedad y de la Iglesia actual: un Dios ausente que delega su poder en las potestades humanas. Potestades que se presentan como segundos salvadores y reclaman obediencia ciega. Teniendo esto claro, las palabras de San Pablo resultan estremecedoramente actuales:

Revestíos con toda la armadura de Dios para que podáis estar firmes contra las insidias del diablo. Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales. (Ef 6, 11-12)

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