¡Y a mí qué me importan los velos!
Hay algunos mitrados que se encontrarían muy a gusto al frente de una oficina informativa de la “Internacional de las Religiones”. Lo digo por lo preocupados que se encuentran por defender los derechos de los musulmanes y lo incómoda que les resulta la moral católica aplicada a los gobernantes de las viejas naciones antaño católicas.
¿Libertad para todo?
¿Libertad para todo?
Al hilo de la polémica por el uso del velo en lugares públicos, algunas instancias vinculadas a la Iglesia Católica fundamentan unos presuntos derechos de los musulmanes a partir de las libertades reconocidas por nuestro ordenamiento constitucional. Un sistema político sostenido en la ideología liberal se concibe, de esta manera, como el lugar de una posible convergencia para católicos, miembros de otras religiones y no creyentes.
Resulta curioso que mientras judíos y musulmanes siguen instalados en un terreno que se suele definir como fundamentalista, con sociedades de fuerte fundamentación religiosa, se piense que puedan asumir las formas del liberalismo sin la previa tradición filosófica y cultural del mundo europeo y americano. Dar el salto de la Edad Media a la Contemporánea sin pasar por el Nominalismo, la Reforma, el Racionalismo y la Ilustración sería un ejercicio de importación que resulta poco previsible a no ser que los useños logren imponer su colonización cultural, política y económica al resto del mundo.
Verdad religiosa y civilización
Pero hay una cuestión previa que permite augurar poco éxito a un planteamiento desde esta perspectiva. La misión de la Iglesia es predicar y convertir a los hombres a la verdadera fe para ponerlos en el camino de la salvación y todo ello siguiendo un mandato irrenunciable de su fundador: « Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 1516).
El concepto de religión verdadera y la propia naturaleza de la Iglesia repugnan a las ideas de libertades y derechos humanos autónomos promovidos por las ideologías modernas hasta tal punto que si la Iglesia no hace una renuncia explícita al objetivo de lograr la conversión del oponente, la iniciativa parecerá poco asumible para éste. Pero hacer tal cosa equivaldría a una apostasía de su misión que, de momento, parece situarse únicamente en el terreno de la práctica y no en el de las declaraciones teóricas.
Y no soluciona la cuestión decir que el diálogo se sitúa exclusivamente en el terreno cultural prescindiendo del núcleo dogmático. En principio porque de distintas creencias religiosas se derivan distintas formas de civilización en ninguna medida homologables y, sobre todo, porque no parece posible discutir acerca de dichas consecuencias para llegar a una “corrección mutua” sin cuestionar ni relativizar las opciones religiosas de fondo de las que proceden.
La superioridad de la comunidad histórica fundamentada en la Revelación custodiada y transmitida por la Iglesia Católica contrasta con la soberbia que el mundo moderno emplea para juzgar y condenar el pasado de la Cristiandad silenciando su propia tragedia que cabalga sobre millones de cadáveres: desde la guillotina al Gulag para desembocar en el suicidio vital de Occidente.
Tan absurdo es edificar un mundo sin Dios como hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones basada en afirmaciones del género “adoramos al mismo dios”. No es posible la Paz difuminando la firmeza de la adhesión a la verdad revelada. La institución fundada por el mismo Dios no puede olvidar que ha sido creada para guardar dicha verdad inalterable y para que la humanidad, regenerada en su seno, edifique la ciudad terrena como lugar de tránsito hacia la definitiva Ciudad de Dios.
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