Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Reflexionando sobre el Evangelio (Jn 14, 15-21)

Vivir en castillos de arena o sobre la roca de la Verdad

por La divina proporción

En el Evangelio de hoy, Cristo nos dice muchas cosas. Lo más importante es la promesa del Espíritu Santo. Una promesa que va más allá de una posesión mundana. Aunque nos cueste creerlo, el Espíritu Santo no se puede poseer, ya que es Dios mismo. No nos podemos servir del Espíritu, sino dejar que Él se sirva de nosotros. El Espíritu Santo es el Paráclito, el Consolador que nos une y reúne, en la fraternidad de bautizados que aceptan abrir el corazón al Espíritu. Espíritu de la Verdad que es la Roca sobre la que debemos construir nuestro hogar. El espíritu del mundo es otra cosas muy diferente. Dispersa el humo de las apariencias para no dejarnos ver que la Verdad y obligar a servirle. La Verdad es Cristo que vive con nosotros. El mundo, tal como dice San Agustín, es el lugar de los amantes del mundo. Los que anteponen los shows mediáticos y los simulacros, a la Verdad.

Por cierto, en este lugar dice «mundo» para significar a los amantes del mundo, amor que no viene del Padre. Y, por eso, al amor del mundo, en cuanto al que nos preocupamos de que en nosotros disminuya y se consuma, es contrario el amor de Dios que se derrama en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado. El mundo, pues, no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce, ya que el amor mundano no tiene los ojos invisibles, mediante los que el Espíritu Santo no puede verse sino invisiblemente. (San Agustín. tratado del Evangelio de San Juan 74, 4)

Si amamos al mundo, a la sociedad, sus reglas, promesas y apariencias, es imposible que amemos a Dios. Es imposible porque nuestra casa estará edificada sobre la cambiante arena. Arena que sirve para construir maravillosos castillos que desaparecerán con cada marea. Quien construye sobre roca, no busca irrealidades, estéticas, honores humanos o aplausos de las masas. La roca es lo que es. No necesita apariencias ni de engaños.

Vosotros, en cambio, afirma, lo conoceréis, porque junto a vosotros permanecerá y en vosotros estará. Estará en ellos para permanecer, no permanecerá para estar, pues estar en algún sitio es anterior a permanecer. Pero, para que no supusieran que lo que está dicho, junto a vosotros permanecerá, se dice como junto a un hombre suele permanecer visiblemente un huésped, ha expuesto por qué ha dicho «junto a vosotros permanecerá», cuando ha añadido y dicho: En vosotros estará. Se le ve, pues, invisiblemente y, si no está en nosotros, no puede estar en nosotros su conocimiento. (San Agustín. tratado del Evangelio de San Juan 74, 5)

Quien abre su corazón al Espíritu no tiene necesidad de dar valor a las apariencias y estéticas del mundo. Cristo nos llama a dejar de lado todo lo aparente y centrarnos en lo esencial. Quien conoce al Espíritu ve con facilidad la imagen de Dios inscrita en todo ser humano y no maltrata a los demás. Por eso el Paráclito nos hermana y reúne en torno al Señor. Aunque el Espíritu Santo no tenga apariencia física, nos daremos cuenta de su presencia porque genera fraternidad entre nosotros. El mundo genera discordia y soberbia.

La fraternidad no es algo sencillo. Dada día más difícil de conseguir. Es complicada porque la heridas que llevamos con nosotros nos hacen ser desconfiados. Tememos a los demás y les separamos de nosotros para no sufrir. Preferimos vivir la fe en grupos cada vez más reducidos, porque las apariencias se imponen a lo esencial y les damos falso culto. La postmodernidad va llevándonos hacia un terrible individualismo. Un individualismo que es una cárcel que nos separa de los demás y del Paráclito sanador. Roguemos al Señor para que las murallas del individualismo no acampen en nuestra vida y nos imposibiliten ayudarnos y trabajar unidos en la Viña del Señor. Cada cual con su carisma y dones, pero juntos para mayor gloria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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