Sexo en la Iglesia
La masturbación, las relaciones sexuales en el noviazgo, la pornografía, los anticonceptivos y la homosexualidad son las causas por las que muchos, que incluso se consideran católicos, o se alejan de la Iglesia, o no quieren acercarse a ella, o la atacan directamente. ¿Qué está fallando?
Ocurre con personas católicas (y no sólo las católicas de boquilla) que consideran desfasada la moral sexual de la Iglesia; con los jóvenes que salen de colegios religiosos (incluso de los mejores); en la vida de los movimientos más pujantes; en las parroquias más evangelizadoras y en las familias más santas. Para qué hablar de aquellos lugares en los que se contemporiza y se descafeína el Evangelio. Aún recuerdo el día en que una joven de muy buen ver me hizo, hace unos años, una proposición tan deshonesta como sugerente. Ambos estábamos solteros por entonces. Y ella era católica.
Este alejamiento de muchos es, sobre todo, culpa de la Iglesia. Culpa nuestra. Culpa mía. Por tres causas:
1) Nos falta formación. Creo que no desbarro si digo que el 90% de los católicos no sabemos dar razones de peso, reales y convincentes, a un adolescente de por qué no es bueno que se masturbe. O a unos jóvenes novios enamoradísimos de por qué se hacen daño si mantienen relaciones sexuales. O a un casado que le mira el escote a su secretaria. O a una casada que se arregla para que la mire con deseo su compañero de oficina. O a un gay que mantiene sexo anal con otro gay. No conocemos los argumentos para defender nuestros planteamientos, y a ellos le sobran razones para defender los suyos. Paradoja: los nuestros, siendo posibles, mejores y más plenificantes, se ven doblegados por eslóganes y autojustificaciones que no conducen a la felicidad.
2) Comunicamos de pena. Como no tenemos formación, y en esto incluyo a no pocos sacerdotes y religiosos/as, no sabemos formar, ni informar, ni transformar la visión de los fieles sobre la sexualidad. O lo que es peor: sustituimos la Doctrina de la Iglesia por la Doctrina de Mí Mismo, y deformamos la conciencia de los fieles diciendo que “no pasa nada por hacer esto o lo otro, que es lo normal”. Nos hemos pasado años diciendo que si te masturbas te salen granos, o te quedas ciego, o no creces, o no pasa nada; que si pierdes la virginidad antes del matrimonio vas al infierno, o es lo normal; o que si eres adúltero tu mujer te pilla seguro… y en eso todos estamos de acuerdo. Pero como lo demás es una idiotez (lo del infierno es posible, pero con otros agravantes), nos han tomado por el pito del sereno. Y con razón. Tenemos una doctrina bimilenaria enraizada en el corazón del hombre, y la hemos sustituido por supercherías analfabetas y axiomas huecos.
3) Nos falta testimonio. No hablo de personas que viven del casquete de una noche con cuantas más parejas mejor, porque esos suelen darse cuenta tarde o temprano de lo vacíos que se quedan. Hablo de parejas enamoradas, que quizá incluso van a misa, y que jamás han encontrado a otros católicos que les hablen con claridad, desde el amor y desde la experiencia de vida, sobre el valor de la castidad (en el noviazgo, el matrimonio o la soltería), de la pureza, de la entrega sacrificada, del autocontrol, del amor que no sólo ama sino que ama bien… Qué curioso: quienes nunca han vivido un noviazgo cristiano critican la castidad de oídas, y quienes lo hemos disfrutado inmensamente, nos callamos por pudor nuestro conocimiento contrastado.
Ante esto, hemos de propiciar, lo primero, un encuentro personal con Cristo. Sin moñeces descafeinadas. Sólo se puede aceptar la moral de la Iglesia si se conoce y se ama a Quien es su fundamento, su Cabeza, su Aliento. Cristo da sentido a toda tu vida, también a tu sexualidad. Pero no sólo hemos de quedarnos en el Evangelio. También hemos de hablar con claridad sobre el sexo. Por este orden: Cristo-moral de la Iglesia.
“La entrega total, después del compromiso total” fue el silogismo que me hizo entender el valor de la castidad en el noviazgo. Y lo entendí mientras iba de camino a misa, rezando el Rosario, y preguntándome por qué había declinado hacía unas horas esa proposición tan deshonesta como sugerente de la que he hablado antes. Algo me decía que no podía hacerlo, no sólo que no debía. Cristo me lo enseñó por medio de su Madre, y de la Iglesia. En el colegio religioso al que fui me enseñaron muchas cosas, pero nada sobre la sexualidad de un católico. Fue en Cursillos de Cristiandad donde encontré el testimonio de noviazgos santos y donde escuché, por primera vez, hablar de castidad matrimonial a un casado. ¿Y si no hubiera hecho Cursillos? No lo quiero ni pensar. Porque, entre otras muchas cosas, me habría sido robado el valor de la continencia en la soltería y, sobre todo, el conocimiento del amor entregado, puro, limpio, posible, plenificante, leal, fiel, sacrificado, trascendente, felicísimo e inigualable que se vive en un noviazgo cristiano. ¿Acaso tenemos los cristianos el derecho de negarle la felicidad plena a quienes viven en el desconocimiento, sólo por contemporizar o por no formarnos?
José Antonio Méndez