¿Por dónde tiro? ¿Con cuál me quedo?

Ya ha terminado el Tiempo de Navidad, volvemos al Tiempo Ordinario del calendario litúrgico y a la vida diaria, sin fiestas, sin reuniones familiares, sin vacaciones: normalidad, rutina.

Yo la agradezco, cuando mis hijos no tienen colegio no sé ni en qué día de la semana estoy. La rutina me ayuda a centrarme, a tener orden, a tener paz; me hace sentir bien y a gusto saber qué toca en cada momento, qué toca después, a qué hora llegan a casa unos y otros, dónde están; pero sin rigidez, con flexibilidad, contando con que puede haber imprevistos que alteren los planes.

Esto sin embargo me fastidia mucho, me hace estar a disgusto pero no se trata de tener en mis manos y en mi cabeza el control de todo lo que pasa cada día sino de saberme el camino, aunque de pronto tenga que desviarme de la ruta habitual porque la calle está cortada por obras.

En la vida espiritual me pasa lo mismo, no me gusta ir por libre sino tener un itinerario, seguir unas pautas, un orden. Y ahora que hemos vivido el Adviento y la Navidad me doy cuenta de que es fácil aturullarse si no se tiene cierto orden interior.

Está chupao centrar la mente y el corazón en los acontecimientos de la vida del Señor que nos señala el calendario litúrgico: Adviento, Navidad, Cuaresma, Semana Santa y Pascua, pero durante el Tiempo Ordinario, ¿qué hacemos?, ¿por dónde tiramos?, ¿con cuál nos quedamos? Porque tenemos a Jesús antes de nacer, recién nacido en Belén, niño pequeñito, niño más mayor, adolescente, joven aprendiz de carpintero, carpintero adulto que cuida de su madre viuda, hombre joven que empieza a predicar y a hacer milagros, Jesús durante su Pasión y muerte, Jesús resucitado y ascendiendo al Cielo.

¿Con cuál me quedo entonces? Pues con el que más me ayude a tener presencia de Dios, con el que me sienta más identificada, con el que me dé más paz, más seguridad, más consuelo, más confianza, más esperanza, o con el que me pelee más, con el que más discuta. ¡Cristo está vivo!, así que podemos llevarnos bien con Él o llevarnos mal, como con cualquiera.

Él ha venido a descargarnos, a aliviarnos, a sanar nuestro corazón, a restaurar nuestra alma tras la devastación que el pecado original y nuestros pecados personales han causado en ella. Así que depende de cada uno elegir cómo nos imaginamos al Señor cuando hacemos oración, cómo le vemos a lo largo del día en los demás, en lo que nos va pasando, en ese diálogo interior que mantenemos con Él, cuando comulgamos y está en nosotros en carne y hueso.

¿Que nos ayuda verle como un bebé porque así podemos cuidarle y mimarle? Perfecto. ¿Que preferimos ser nosotros los pequeñitos para que Él se acerque y nos mire con ternura y nos acaricie? Genial. ¿Que lo que nos enciende el alma es poder consolarle en Getsemaní, durante el ascenso al Calvario y mientras agoniza en la cruz? Maravilla de las maravillas.

Dios es infinitamente grande, es eterno, es espíritu, es inabarcable… Necesitamos imágenes y palabras humanas para poder entendernos con Él y enterarnos de lo que quiere de nosotros, por eso se encarnó, se hizo hombre y vivió en el tiempo creciendo y madurando como cualquiera, cambiando de actividad según la edad. Así podemos tener una imagen mental de Cristo, identificarnos con Él y abrirnos a Él.

Así que, ¿con cuál quedarse? Con el que más nos ayude a tener presencia de Dios y a mantener un diálogo constante con Él.

Fíjate, es una de las pocas cosas que sólo dependen de ti.