La importancia de la profecía de Jesús sobre la destrucción del Templo
por En cuerpo y alma
En 70 d.C., el general romano luego emperador, Tito, hijo del también emperador Vespasiano, inicia el ataque contra la tercera muralla de Jerusalén, en una guerra que terminará con la derrota de los rebeldes judíos y con la destrucción del Templo de Jerusalén, uno de los edificios más magníficos de todo el Imperio, que, aunque construido por Zorobabel en 515 a.C., había sido suntuosamente reformado y agrandado por Herodes el Grande algo antes de que naciera Jesús.
A tan magna ampliación, hay una preciosa referencia en el evangelio de Marcos, donde sus discípulos le dicen a Jesús “Maestro, ¡mira qué piedras y qué construcciones!”, a lo que éste responde realizando una profecía:
“¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mc. 13, 2).
Una destrucción que, como vemos, va a ocurrir en el año 70, es decir, cuarenta años después de crucificado Jesús, y veinte años después de que la profecía quede grabada en el Evangelio de Marcos, supuestamente escrito hacia el año 50.
El episodio pasa también de Marcos, supuestamente el primer evangelio de los cuatro (aunque el orden canónico lo mencione en segundo lugar), al de Mateo (escrito, redondeando mucho, hacia el año 60).
“Cuando salió Jesús del Templo, caminaba y se le acercaron sus discípulos para mostrarle las construcciones del Templo. Pero él les respondió: ‘¿Veis todo esto? Yo os aseguro: no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida.’” (Mt. 24, 1-2)
Y al de Lucas (escrito, redondeando mucho, hacia el año 70, de manera, pues, muy simultáneo a la destrucción del Templo, poco antes, poco después).
“Como algunos hablaban del Templo, de cómo estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: ‘De esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida’”. (Lc. 21, 5-6)
Juan en cambio, escrito hacia el año 90-100, y por lo tanto claramente después de la destrucción del magno edificio, no recoge la profecía, como si no quisiera valer de un recurso tan burdo como presentar como profecía algo que ya ha ocurrido.
Pues bien, la profecía en cuestión tiene mucha importancia tanto para datar los evangelios, como para atestiguar la autenticidad de su relato. Muchas más de la que pueda parecer.
Porque si los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas se escriben, como se dice y está muy bien documentado, antes del año 70, entonces la predicción de Jesús tiene un gran valor profético y sobrenatural que se correspondería bien con los otros episodios sobrenaturales narrados en los textos evangélicos, constituyéndose en una prueba más de la veracidad de los hechos que relatan.
Sin embargo, para los autores que sostienen que todos los evangelios son posteriores al año 70, la profecía es, en realidad, una superchería, y más concretamente, lo que se da en llamar una “profecía autocumplida”, es decir, cumplida ya para cuando se pronuncia, lo que la convertiría en una más de las mentiras de las vertidas por los evangelistas en sus escritos. Un recurso, en definitiva, facilón, para convencer al lector de los poderes proféticos y taumatúrgicos de Jesús. Tan facilón que, como hemos tenido ocasión de ver, Juan prefiere no utilizarlo.
Los autores partidarios de la tardía redacción de los evangelios incluso vuelven el argumento del revés. Como nadie en la Tierra puede tener ni tiene poderes proféticos, el hecho de que los evangelios mencionen la destrucción del Templo que se produce en el año 70 como una profecía quiere decir que para cuando éstos se escriben, la destrucción del Templo ya se ha producido, y en consecuencia, todos los evangelios son posteriores al año 70 en que se produce la destrucción del Templo. Retorcido, sin duda, pero así es.
El debate de fondo, ni que decir tiene, es alejar el relato evangélico de los hechos que relatan, por una razón obvia en la que no es preciso extenderse demasiado y que se entiende bien: cuando más tiempo medie entre los hechos relatados y el relato de los hechos, mayor es la posibilidad de que los hechos relatados sean falsos, falseados o cuando menos, desvirtuados o exagerados.
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©L.A.
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