¿Historia o memoria histórica?
La llamada recuperación de la memoria histórica, promovida mediante continuas noticias en los medios de comunicación, iniciativas judiciales, millonarios proyectos de investigación, publicaciones subvencionadas, películas, seriales lacrimógenos del género Cuéntame o ese otro que nos ponen en TVE1 a la hora de la siesta, no es fruto de la casualidad ni de un espontáneo reverdecer de viejas querellas sino que responde a una estrategia sistemática al servicio del proyecto de cambio social promovido por la izquierda radical (es decir, toda la izquierda, porque en España no hay izquierda moderada) y los nacionalistas para perpetuarse en el poder y promover la revolución desde él.
Esto de que la historia se escribe al servicio del poder viene a ser como el pecado original de los que nos dedicamos a esta disciplina. Pero seguirlo haciendo en el siglo XXI es como si los médicos de nuestros días reservaran los secretos de su ciencia al uso exclusivo de los gobernantes como supongo que los médicos egipcios lo harían al servicio de los faraones. Actuar como los legitimadores de las ideologías que se pretende convertir en dominantes es renunciar a la naturaleza de la historia como ciencia, es decir, como ámbito de conocimiento de lo real.
No creo que lo que caracteriza el paso de cualquier ámbito al terreno científico sea únicamente el progreso en el empleo de medios técnicos sino que dicho proceso tiene que ir acompañado de una madurez en el terreno de las motivaciones y de los frutos. Así, la historia que es susceptible de ser utilizada al servicio de estrategias de dominación también se puede convertir en fundamento de una convivencia equilibrada. Para ello bastaría seguir las recomendaciones de los clásicos: proceder con buena fe, sin encono sectario y tras someter a crítica la información aportada por las más diversas fuentes. Lo explica muy bien el historiador romano Tácito el siguiente texto escrito a comienzos del siglo II:
Pero no basta con esperar sentados a que la memoria histórica se agote en su propia esterilidad. Puesto que no pertenece al patrimonio científico de la historia debe ser dejada a un lado en el debate intelectual y carecer de cualquier aplicación docente o jurídica. Pero al haber sido ya asumida por la oligarquía política, una sociedad democrática madura (si lo es la española) tendrá que descubrir que los verdaderos historiadores no se consideran en posesión de una verdad meta-histórica capaz de interpretar y juzgar el pasado a la luz de los principios actuales (o precisamente de la falta de ellos).
Nuestro objetivo es procurar que los conocimientos y los interrogantes acerca del ayer estén al alcance de todos. Para eso es necesario abrir una extensa reflexión sobre los usos públicos de la historia, y proponer soluciones que permitan resistir más eficazmente a las tentativas de instrumentalizarla. Y eso no será posible sin la derogación de los instrumentos legales promovidos por la ideología de la memoria dejando espacio únicamente a medidas jurídicas para reparar las injusticias cometidas en la destrucción de testimonios históricos y documentales o en la glorificación indebida de personajes y circunstancias del pasado.
Esto de que la historia se escribe al servicio del poder viene a ser como el pecado original de los que nos dedicamos a esta disciplina. Pero seguirlo haciendo en el siglo XXI es como si los médicos de nuestros días reservaran los secretos de su ciencia al uso exclusivo de los gobernantes como supongo que los médicos egipcios lo harían al servicio de los faraones. Actuar como los legitimadores de las ideologías que se pretende convertir en dominantes es renunciar a la naturaleza de la historia como ciencia, es decir, como ámbito de conocimiento de lo real.
No creo que lo que caracteriza el paso de cualquier ámbito al terreno científico sea únicamente el progreso en el empleo de medios técnicos sino que dicho proceso tiene que ir acompañado de una madurez en el terreno de las motivaciones y de los frutos. Así, la historia que es susceptible de ser utilizada al servicio de estrategias de dominación también se puede convertir en fundamento de una convivencia equilibrada. Para ello bastaría seguir las recomendaciones de los clásicos: proceder con buena fe, sin encono sectario y tras someter a crítica la información aportada por las más diversas fuentes. Lo explica muy bien el historiador romano Tácito el siguiente texto escrito a comienzos del siglo II:
«Las prosperidades y los reveses de la antigua república tuvieron historiadores ilustres; y los mismos tiempos de Augusto no carecieron de ellos, antes de que la adulación creciente los espantara. La historia de Tiberio, de Cayo, de Claudio y de Nerón, falsificada por el temor en los días de su grandeza, fue escrita ―después de su muerte― bajo la influencia de odios demasiado recientes. Diré pues pocas palabras sobre Augusto, y de su fin solamente. Luego contaré el reinado de Tiberio y los tres siguientes, sin amargura y sin parcialidad (sine ira et studio) pues estoy lejos de ambas motivaciones».
La memoria no es puro recuerdo biográfico sino conciencia formada por un tejido de experiencias, ideas, valores asumido, lecturas o transmisión de otras informaciones. Por eso, todo lo que se construye bajo la etiqueta de la memoria histórica es una mezcla de amargura y parcialidad, escrita bajo la influencia de odios demasiado recientes.
Pero no basta con esperar sentados a que la memoria histórica se agote en su propia esterilidad. Puesto que no pertenece al patrimonio científico de la historia debe ser dejada a un lado en el debate intelectual y carecer de cualquier aplicación docente o jurídica. Pero al haber sido ya asumida por la oligarquía política, una sociedad democrática madura (si lo es la española) tendrá que descubrir que los verdaderos historiadores no se consideran en posesión de una verdad meta-histórica capaz de interpretar y juzgar el pasado a la luz de los principios actuales (o precisamente de la falta de ellos).
Nuestro objetivo es procurar que los conocimientos y los interrogantes acerca del ayer estén al alcance de todos. Para eso es necesario abrir una extensa reflexión sobre los usos públicos de la historia, y proponer soluciones que permitan resistir más eficazmente a las tentativas de instrumentalizarla. Y eso no será posible sin la derogación de los instrumentos legales promovidos por la ideología de la memoria dejando espacio únicamente a medidas jurídicas para reparar las injusticias cometidas en la destrucción de testimonios históricos y documentales o en la glorificación indebida de personajes y circunstancias del pasado.
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