Una defensa antipuritana de la “superstición”
Una de las acusaciones que los católicos hemos recibido a lo largo de la historia es la de ser supersticiosos. Acusación que en muchas ocasiones provenía de algunos protestantes que consideraban todo lo que se salía de la Sola Escritura como añadidos supersticiosos. Se mostraban así incapaces de entender que nuestra fe es una fe encarnada y que, por lo tanto, nada más lejos de la verdadera fe cristiana que una especie de fría, pura y desnuda religión que asume rasgos propios de una ideología.
Entre quienes acusaban a los católicos de superstición destacaron los puritanos, quienes se esforzaron con enorme celo en eliminar estatuas y cuadros de santos, vidrieras, ornamentos sacerdotales, rosarios, medallas religiosas, los llamados "días santos" (incluida la Navidad), santuarios, peregrinaciones… Incapaces de comprender que la fe se encarna en una cultura, su acusación era que con todas estas prácticas y devociones los católicos le negaban a Dios el culto solo a Él debido.
Es curioso, pero a nadie se le escapa el paralelismo entre estas actitudes y las del mundo musulmán. Recuerdo haber leído a Francisco Canals sugerir que en Mahoma y Cromwell comparten actitudes análogas.
Los puritanos llegaron a relegar a la última fila a la Virgen María, y eso incluso a pesar de la importancia de María en los Evangelios y muy en especial en el Evangelio de Lucas. La veneración católica a María les parecía a los puritanos una especie de adoración, algo que sólo se debía a Dios. Los católicos, nos acusaban, habrían convertido a María en una diosa, socavando así la divinidad única de Dios.
Cuando acabaron su obra de demolición y “purificación”, una tarea que trajo consigo una verdadera hecatombe cultural en los lugares donde los puritanos se impusieron, como es el caso del Reino Unido (en el país vecino, Francia, fueron los revolucionarios quienes dejaron como meros aprendices a los talibanes que demolieron los budas de Bamiyán, causando un destrozo de dimensiones incalculables), abordaron la tarea de construir sus propias iglesias, edificios que debían estar libres de ídolos y supersticiones. Exteriormente blancos, sin color ni ornamentación, y en su interior desnudos, sin estatuas, pinturas ni vidrieras. Como máximo una cruz, pero despojada del crucificado. Todo desnudo, puro, minimalista… e inhumano (por cierto, peligrosamente similares a muchos templos católicos actuales).
Es muy significativo atender hasta dónde llevó esta deriva. El puritanismo, trasplantado a Nueva Inglaterra, condujo al unitarismo, que desembocó en el protestantismo liberal que a su vez siguió rodando cuesta abajo hasta concluir en el ateísmo (que por cierto, a poco que se piense se concluye que también es inhumano).
Frente a esta deriva, el mundo católico se ha demostrado más capaz de resistir estos embates mundanos y en ello ha jugado un papel nada despreciable lo que los puritanos calificaban como “superstición” y que no es más que la dimensión encarnada de la fe. Una “superstición” que habla al ser humano de que existe una dimensión sobrenatural, sí, pero que es capaz de hacerse presente en nuestra realidad material, que puede irrumpir en cualquier momento en nuestro mundo. Milagros, oraciones atendidas, apariciones, imágenes, sacramentales… todo esto no es más que Dios actuando entre nosotros, ensuciándose con la materia, si se quiere hablar así, como ya hizo el Verbo al rebajarse a tomar condición humana.
Claro que puede haber superstición, pero los puritanos (igual que aquellos católicos que desprecian la “piedad popular”), en su afán por erradicarla, expulsaron lo sagrado de nuestro mundo y abrieron la puerta a todo tipo de inhumanas derivas. Por eso san John Henry Newman pudo escribir, refiriéndose a la Inglaterra victoriana en que vivió, estas provocadoras palabras: “No me resisto a expresar mi firme convicción de que sería una ganancia para este país si fuera mucho más supersticioso, más intolerante, más sombrío, más feroz en su religión, de lo que actualmente es”. Palabras de un santo.