Domingo, 22 de diciembre de 2024

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¿Por qué fue Jesús crucificado y no lapidado, como habría sido lo debido?

por En cuerpo y alma

 
 
            Jesús es condenado por el Sanhedrín por el delito de blasfemia. Y no cualquier blasfemia, no, sino la peor que podría resonar en el oído de un judío. Con toda claridad lo expresa el Evangelio:
 
            “El Sumo Sacerdote le dijo: «Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.» Dícele Jesús: «Tú lo has dicho. Pero os digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo.». Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?» Respondieron ellos diciendo: «Es reo de muerte.»” (Mt. 26, 63-66, similar en Mc. 14, 63-64, una versión algo diferente en Jn. 10, 36).
 
            El derecho judío es taxativo sobre el delito de blasfemia. La pena que le corresponde la recoge el Levítico.
 
            “Quien blasfeme el Nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará.” (Lv. 24, 15)
 
            Es decir, lapidación. Una pena que dicta el mismo Dios en persona:
 
            “Había entre los israelitas uno que era hijo de una mujer israelita, pero su padre era egipcio. El hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campo, y el hijo de la israelita blasfemó y maldijo el Nombre. Y fue llevado ante Moisés. Su madre se llamaba Selomit, hija de Dibrí, de la tribu de Dan. Lo tuvieron detenido hasta que se decidiera el caso por sentencia de Yahvé. Entonces Yahvé le dijo a Moisés: «Saca al blasfemo fuera del campamento; todos los que lo oyeron pondrán las manos sobre su cabeza, y toda la comunidad lo apedreará. Y dirás a los israelitas: Cualquier hombre que maldiga a su Dios, cargará con su pecado. Quien blasfeme el Nombre de Yahvé, será muerto; toda la comunidad lo apedreará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá”. (Lv. 24, 1016).
 
            Siendo así todo esto, la pregunta que hoy nos formulamos es: ¿por qué entonces Jesús fue crucificado y no lapidado? De hecho, el propio Evangelio recoge hasta tres ocasiones -¡¡¡tres (pinche aquí si desea conocerlas en detalle)!!!- en que Jesús está a punto de serlo, lapidado quiero decir, aunque finalmente se salve. Sin embargo, a la hora de la verdad, no es apedreado sino crucificado.
 
            Pues bien, eso se debe única y exclusivamente a una circunstancia a la que no se ha dado la importancia que tiene: el hecho de que el procurador de Judea, Poncio Pilatos, se halle en Jerusalén. De no haber sido así, Jesús habría sido lapidado, -y con toda probabilidad sin ni siquiera haber reunido al Sanhedrín-, y no crucificado.
 
            Al respecto, es importante recordar que la sede de la procuraduría romana de Judea no es en modo alguno, por sorprendente que pueda parecer, la gran capital Jerusalén, sino una pequeña ciudad costera por nombre Cesarea Marítima. Es por tanto en Cesarea Marítima donde reside Poncio Pilatos. Y la pregunta, llegados a este punto es: ¿y por qué se halla Poncio Pilatos en Jerusalén?
 
            Pues bien, muy fácil, porque la fiesta de la Pascua es una fiesta de alto riesgo, en la que los ardores patrióticos hebreos alcanzan su máxima expresión, y los problemas de orden público pueden exceder la categoría de preocupantes. Poncio Pilatos lo sabe y por eso, acude a Jerusalén con la escolta militar que estima apropiada. De hecho, es muy probable que incluso estuviera informado de la presencia en la ciudad de un inquietante profeta itinerante que ya ha visitado la ciudad en otras ocasiones, nunca sin que se registren eventos importantes, y también de que en el Templo han ocurrido sucesos de gravedad que han tenido a dicho profeta por protagonista.
 
            Por si ello fuera poco, con gran probabilidad se han registrado otros incidentes importantes que hacen aconsejable la presencia en la ciudad de la máxima autoridad romana. El propio evangelio registra el arresto en los calabozos jerosolimitanos de tres importantes bandidos: dos que acompañarán a Jesús al patíbulo, y un tercero -me refiero a Barrabás (pinche aquí para conocer algo mejor al personaje)- que se salva de una segura ejecución por una circunstancia tan excepcional como, para él, providencial.
 
            Las autoridades judías tienen prisa: la oportunidad se ha pintado, una vez más, calva, y han conseguido prender al Nazareno. Pero no le pueden dar matarile como acostumbran a hacer o como, hace unos meses sin ir más lejos, iban a dárselo a una mujer por lo que, al fin y al cabo, no era sino un delito menor al lado del de blasfemia, el de adulterio (Jn. 8, 1-9). Ahora, proceder así es imposible. Jerusalén está tomada por el felón romano, y profanando su santo suelo se encuentra en ella nada menos que su máximo jefe, el Gran Felón, el procurador romano, y por si ello fuera poco, con una cohorte no pequeña formada por los mejores soldados del mundo.

            Hace ya tiempo además que, aunque los judíos hagan caso omiso en cuantas ocasiones pueden, la autoridad romana ya le vetó el “ius glaudii”, es decir, el derecho de aplicar la condena a muerte. Hay que proceder, pues, de otra manera. Y corre prisa: el Nazareno es popular, tiene sus seguidores, y si no se rápidamente da carpetazo al tema, la situación se puede poner muy fea en la ciudad santa de los judíos.
 
            Así las cosas, deciden los judíos llevar a cabo una instrucción no muy rigurosa ni ajustada a su propia ley, pero al menos aparente, y presentar así ante la autoridad romana a un delincuente convicto y confeso, de modo que ésta proceda a la ejecución de la sentencia: y ello aunque dicha sentencia no sea la que marca la ley judía, la lapidación, sino la que marca la práctica romana, a saber, la crucifixión, a la que tan habituados estaban los habitantes de la Ciudad Santa.
 
            Y por eso se presentan ante Pilatos, levantándole incluso de la cama, para que de manera sumaria, urgente incluso, -se acerca además la Pascua y la cuestión ha de estar dilucidada antes de que ésta llegue- le dé carpetazo.
 
            Esto nos lleva a otra cuestión diferente, la archirrepetida y hasta cansina cuestión que se plantea en estos términos: ¿fue el proceso de Jesús un proceso legal o no lo fue? Pero como por hoy ya hemos charlado un ratito, me permito remitirles a Vds. a una próxima entrada de esta columna, en las que les contaré las que para mí son las claves de esta cuestión. Entretanto, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Seguimos mañana.
 
 
            ©L.A.
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