Domingo, 22 de diciembre de 2024

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La filosofía y el pachuli

por Soy católico, ¿pasa algo?

Pensar a lo grande sin un potente soporte intelectual es como combatir la teoría del todo con la sonrisa escéptica. No es recomendable creer que, con un poco de ejercicio, ganarás por una cabeza a Usain Bolt en la San Silvestre. O que basta no picar entre horas para que se te quede la cintura de la reina Letizia. Si no picas, lo más fácil es se te quede ese gesto de catadora de limón que se le ha puesto a su majestad desde que sustituyó el telediario por las recepciones de estado. Pensar a lo grande, en fin, explica la frustración del escritor que tras una primera novela exitosa descubre al comenzar la segunda que él tampoco será Cervantes. Y, sin embargo, pensar a lo grande es la máxima del hombre de hoy, que cree que basta querer la luna para que salga sólo para él.

La luna, respecto al hombre, es más humilde, pues sabe que alumbra por poderes, en tanto que el hombre que piensa a lo grande desconoce que es criatura y por eso cuestiona a Dios, lo que viene a ser como si la vaca cuestionara a la lactosa, la lactosa a la uperización y la uperización a la vaca. Quiero decir que el hombre que cuestiona a Dios se cuestiona a sí mismo, pero es que eso es justamente lo que quiere el profesor de filosofía que en mi ciudad ha quebrado la confianza que tenía en Dios un alumno quinceañero. La culpa, claro, es lo padres por dejación de funciones: a los niños se les advierte sobre el riesgo del desconocido que les ofrece caramelos a la salida del colegio, pero no sobre el riesgo del docente que asalta sus creencias aprovechándose de su estatus, de su verborrea laicista o de su barba de tres días.

La filosofía que niega a Dios es el pachuli del pensamiento. El pachuli anula el resto de olores y la filosofía descreída enmaraña el resto de ideas. Pero ni el pachuli huele bien ni la filosofía descreída certifica la separación entre razón y fe. Entre otras cosas porque son indisolubles. Lo de ellas no es simbiosis, sino unidad. A un adolescente, empero, es fácil convencerle de lo contrario porque el adolescente es el gallego de las edades: en mitad de una escalera no sabe si sube o si baja. Y, en ese estado, es lógico que siga a cualquiera que le anuncie que la tierra prometida no es el cielo, sino París. Por el mayo francés, empero, queda claro que los espejismos evidencian el embuste de los que, a sabiendas de que no hay agua, prometen fuentes a los que tienen sed. Si, a pesar de eso, el filósofo manipulador cree en mayo es porque cree en la primavera, esa estación populista que ni lleva el peso de la siega ni propicia la charla en torno a la lumbre. 
 
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