Los felices setenta
Cuando murió Franco a los alumnos de la SAFA nos dieron una semana de vacaciones. Los colegiales, que supimos del fallecimiento en el patio de la escuela, estábamos exultantes por el regalo. De aquella mañana de noviembre recuerdo, además del contento estudiantil, la tristeza del director y el nerviosismo de los profesores. Un nerviosismo como de primera cita amorosa, como de primera entrevista de trabajo. El nerviosismo del que sabe que pasarán cosas, pero no sabe qué cosas pasarán. Si hoy recuerdo aquella jornada es porque, ahora que sé lo que ha pasado, añoro, no al dictador ni a la dictadura, pero sí aquel mundo de críos alegres, hombres afeitados y fiestas de guardar.
Compilar información para una conferencia sobre los felices setenta me ha permitido hallar las siete diferencias entre mi época por excelencia y la que ahora padezco. Una: en los setenta la piedad tenía acomodo, pues piedad con el prójimo es sonreírle, preguntar por la salud y andar sin prisas. Dos: en los setenta la pobreza no era estigma, pues entonces se era pobre como se era rubio, y nadie miraba con desprecio a un rubio. Nada que ver con una época, la actual, en la que causa más admiración la lista de Forbes que la de Cáritas. Tres: para exponer un punto de vista en el marco de una polémica teológica nadie se despelotaba en una capilla. Y así hasta siete.
Si la situación ha empeorado, es porque ya nadie recuerda a Gento. En un pueblo de Zamora, al que acudí como invitado de boda, hice migas con el abuelo campesino de la novia, tan flaco y lampiño que le daba un aire a Azorín y, en consecuencia, ninguno a Baroja. Tras unos minutos de tanteo, de charla improductiva, me di cuenta de su talento narrativo e hice lo que era menester: callar y escuchar. Descubrí que si andaba encorvado era porque llevaba dos vidas a cuestas, la que vivía y la que recordaba. Aseguraba que con cada nuevo día él rememoraba otro de sus años mozos, pero no como ofrenda a la nostalgia, sino para disfrutar de él, como si en ese mismo instante le hubiera dado un beso novicio a su chica durante la pausa de la siega. El viejo me hizo comprender que la memoria se proyecta siempre hacia el futuro. Lo dejo dicho Jesús: si no sois como niños no entraréis en el reino de los cielos. O sea, la infancia es el zaguán del camino.
Compilar información para una conferencia sobre los felices setenta me ha permitido hallar las siete diferencias entre mi época por excelencia y la que ahora padezco. Una: en los setenta la piedad tenía acomodo, pues piedad con el prójimo es sonreírle, preguntar por la salud y andar sin prisas. Dos: en los setenta la pobreza no era estigma, pues entonces se era pobre como se era rubio, y nadie miraba con desprecio a un rubio. Nada que ver con una época, la actual, en la que causa más admiración la lista de Forbes que la de Cáritas. Tres: para exponer un punto de vista en el marco de una polémica teológica nadie se despelotaba en una capilla. Y así hasta siete.
Si la situación ha empeorado, es porque ya nadie recuerda a Gento. En un pueblo de Zamora, al que acudí como invitado de boda, hice migas con el abuelo campesino de la novia, tan flaco y lampiño que le daba un aire a Azorín y, en consecuencia, ninguno a Baroja. Tras unos minutos de tanteo, de charla improductiva, me di cuenta de su talento narrativo e hice lo que era menester: callar y escuchar. Descubrí que si andaba encorvado era porque llevaba dos vidas a cuestas, la que vivía y la que recordaba. Aseguraba que con cada nuevo día él rememoraba otro de sus años mozos, pero no como ofrenda a la nostalgia, sino para disfrutar de él, como si en ese mismo instante le hubiera dado un beso novicio a su chica durante la pausa de la siega. El viejo me hizo comprender que la memoria se proyecta siempre hacia el futuro. Lo dejo dicho Jesús: si no sois como niños no entraréis en el reino de los cielos. O sea, la infancia es el zaguán del camino.
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