La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la “Primera Alianza” —el Antiguo Testamento— todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Incluso despierta en el corazón de los paganos una espera aún confusa, de esta venida. Leemos en el historiador romano Tácito que era opinión de la mayoría «que en los libros antiguos sacerdotales se hallaba como en aquel tiempo había de prevalecer el Oriente, y que saldrían de Judea los que habían de mandar el mundo» (Historias, V, 13) En la Liturgia del Segundo Domingo de Adviento se nos presenta la figura de San Juan Bautista que es uno de los jalones más importantes en ese camino de preparación para la venida de Cristo: él es el precursor inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino: «Voz del que grita en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc 3,4). Precediendo a Jesús, a quien señaló como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio. El mensaje de San Juan Bautista y de toda la Liturgia de este domingo puede resumirse en una palabra: Esperanza. Una esperanza que se fundamenta en la profecía que se comienza a cumplir con la predicación del Bautista: «Todos verán la salvación de Dios» (Lc 3,6). — «Ponte en pie, Jerusalén, sube a la altura, contempla a tus hijos... gozosos, porque Dios se acuerda de ellos». Son bellísimas imágenes de la esperanza en el profeta Baruc (Cfr. 5,1-9). — «Esta es nuestra esperanza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante en el día de Cristo Jesús». La salvación anunciada se realiza en Cristo (segunda lectura: Flp 1, 4-6.811). ¿Qué es la esperanza? «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CEC, 1817). La esperanza, junto con la fe y la caridad, reciben el nombre de virtudes teologales porque se refieren directamente a Dios y disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Porque es una virtud que procede de Dios y se dirige a Él, la esperanza cristiana no puede ser objeto de sospecha o de crítica como hacen algunos al acusarnos de olvidarnos de las cosas de la tierra por poner los ojos en el cielo y predicar una vida más allá. Lo más lamentable es que a veces nosotros hemos caído en la trampa y se ha desdibujado en la predicación y en la vida de los cristianos la vivencia de esta virtud. No nos quedemos en el tramo horizontal del signo del cristiano; nuestro cristianismo quedaría cojo, mutilado, ineficaz, sin vida. No nos quedemos en el brazo horizontal. Se hace preciso clavar el madero vertical que nos une a Dios, para completar el signo del cristiano: la Santa Cruz. Que la Virgen María, la Inmaculada, nos ayude a vivir con los pies en la tierra y la cabeza y el corazón en el Cielo, que nos recuerde de vez en cuando que este mundo sólo es camino para el otro y que nos alcance de su Divino Hijo la gracia de que todos los que la veneramos en la tierra podamos reunirnos un día para cantar sus alabanzas en el Cielo.