Al caer la tarde
por Sólo Dios basta
Muchas veces he visto la puesta de Sol desde la casa que mis padres tienen cerca de Logroño, entre Alberite y Albelda, una casa con jardín y algo de huerta donde he pasado las vacaciones y fines de semana desde que era un niño y a la que sigo viniendo con mucha frecuencia siempre que puedo. Para mí, venir a este lugar es recordar mi infancia, volver atrás en el tiempo, dar gracias por tanto don recibido por parte de Dios, acercarme a la oración de niño, de adolescente y de joven hasta que decido entrar al seminario diocesano de Logroño con 18 años y cuatro años más tarde cambiar al Carmelo Descalzo. Siempre, en el horizonte, “la huerta” de mis padres es un referente importante en mi vida porque aquí, o junto al río Iregua que queda muy cerca, o por los montes vecinos, me he encontrado y sigo encontrando con ese Dios tan grande que me ha dado un vocación preciosa: ser carmelita descalzo. Y con Él también me uno a Nuestra Madre la Virgen, que en Alberite invocamos con el nombre de La Antigua.
Pues bien, la tarde del 8 de septiembre, la fiesta de la Virgen de la Antigua en Alberite y cuya advocación tomo cuando soy novicio carmelita descalzo como apellido religioso (para el que no lo entienda, aclaro que los frailes, al tomar el hábito propio de la Orden, añadimos un apellido religioso a nuestro nombre y en mi caso es así: fr. Rafael de la Virgen de la Antigua) disfruto una vez más de la puesta de Sol. De fondo, frente a la casa, se levantan los chopos que acompañan al río Iregua en su camino hacia su encuentro y desembocadura en el río Ebro. El Sol va bajando, se “mete” entre los chopos y va cayendo, el cielo cambia de tono, de color, de vida y va tomando paso en la escena la oscuridad. No es algo momentáneo, sino un proceso lento que da juego para hacer oración y dar gracias, como muchas veces que he vivido estos momentos que nos regala Dios.
Apoyado sobre una de las paredes de la casa elevo la oración a Dios, doy gracias por todo lo vivido en este día y comienzo el rezo de vísperas. Es precioso rezar las vísperas en este preciso momento, justo cuando el día natural termina y da paso a la noche. Es un momento sublime que abre el alma a Dios mientras se dirigen a lo alto, al Padre, esos salmos y preces y se medita la lectura breve sin olvidar el canto del Magníficat. Todo ayuda a poner la mirada en la Virgen, en Nuestra Madre, en la Madre de Dios, en la Virgen de La Antigua. Al llegar las peticiones presento a tanta gente de Alberite que Dios ha ido poniendo en mi camino a lo largo de más de 20 años desde que empecé a ayudar en misa como monaguillo. Son muchos nombres, muy queridos y algunos ya nos han dejado y nos esperan para gozar algún día todos juntos de la fiesta que se celebra: la Natividad de la Virgen María.
Son las vísperas, pero la mañana ha sido intensa con la procesión acompañada de las danzas y posterior misa solemne en honor a la Virgen de La Antigua. De nuevo todo son recuerdos, cada año que puedo participar de esta fiesta hay un momento que me llena de emoción y no puedo por menos que seguir dando gracias a Dios por darme ese gran obsequio que es el sacerdocio. Desde niño, como monaguillo al entrar en la iglesia con un cirial o la cruz procesional o el incensario iba el primero, junto a otros monaguillos, en la procesión de entrada. La iglesia llena de hijos del pueblo que acompañan a su Madre en el día de su fiesta, los danzadores que nos siguen y al final la Virgen en andas. Subo al altar y veo esta escena. ¡Qué emoción recordarla! La tengo bien grabada en mi ser. Y luego, vivir ese mismo momento como seminarista, más tarde como carmelita descalzo, también como diácono y desde hace seis años como sacerdote que ya no va por delante abriendo camino como acólito, sino detrás de la Virgen, desde otro punto de vista que es muy distinto. Pero al subir al altar y ver la iglesia también llena y poder celebrar la eucaristía en un día tan singular la emoción, la acción de gracias y la oración no deja de mover mi corazón para presentarlo al mismo Dios que ha guiado mis pasos hasta llegar al altar del sacrificio de la eucaristía unido a su Madre, a mi querida Virgen de La Antigua. Es la fiesta de Alberite. Una fiesta que une a todos y nos hace poner la mirada en Ella.
Este es el trasfondo de la oración de la tarde, de las vísperas, cuando dejo hablar al corazón, cuando acojo el amor de la Madre, cuando me uno a toda la Iglesia que reza al declinar el día en un lugar concreto, “la huerta” de mis padres; en un día marcado en el calendario , la Natividad de la Virgen; en una fiesta que es parte crucial de mi vocación sacerdotal y religiosa, La Virgen de La Antigua; y a una hora que no puede ser otra, la hora en que veo ponerse el Sol entre los chopos que beben de las aguas del río Iregua donde tantas veces me he bañado, paseado, pescado, jugado y encontrado con Dios desde niño y ahora también. Un momento intenso de oración, íntimo de recuerdos e inigualable de belleza que tiene lugar al caer la tarde.