Hijos de Anaq
Desde Egipto a la tierra prometida hay un buen trecho para ir caminando, pero nunca de cuarenta años, como los que se pasó el pueblo hebreo dando vueltas en el desierto del Sinaí. El sentido de aquel dilatado viaje tuvo que ver, no con los precarios medios de transporte de la época o del sentido de la orientación confuso de Moisés, sino con la relación de Dios con su pueblo, con el hombre… como casi todo en la vida.
Pero no fue un castigo de un Dios tirano, ni un capricho de un Dios incomprensible, ni un tiovivo de un Dios juguetón, fue una preparación. Un aprendizaje, un entrenamiento, una formación. ¿Para qué? Para conocerse a sí mismos, para conocer a Dios, para fortalecerse y para no sucumbir ante los enemigos que habían de enfrentar al conquistar la tierra prometida. Cuando Moisés mandó una avanzadilla a explorar su destino (Nm 13, 1-33) encontraron allí una tierra que mana leche y miel, pero también un territorio habitado por toda clase de temibles pueblos: Jebuseos, hititas, cananeos, amalecitas, amorreos y los más terribles de todos, vieron allí descendientes de Anaq, hombres altos y fuertes como gigantes.
Los anaquitas.
En la mente y el ánimo del pueblo se instaló el miedo cuando los exploradores volvieron contando lo que habían visto y desconfiaron de sí mismos y de su Dios a pesar de que acababan de ver cómo el todopoderoso pueblo de Egipto, había sucumbido en el mar rojo ante sus propios ojos. Aún así, la mirada del pueblo hebreo seguía siendo mediocre y pragmática. Ante el nuevo reto al que se enfrentaban, las dudas rápidamente se adueñaron de ellos y no acertaban a imaginar cómo lograrían vencer a pueblos tan poderosos y aguerridos. No sabían cómo harían frente a los hijos de Anaq.
Resultado: a dar vueltas en el desierto.
Allí aprenderían a confiar en Yaveh, a confiar en su divina providencia, a ser obedientes a sus inspiraciones y mandatos y a comprender que sus batallas las ganaba Dios, no ellos con sus carros y caballos.
Tendrá que venir, mucho tiempo después, Josué, uno de los pocos que no se amedrentaron en aquella primera incursión, para animar al pueblo a cruzar el Jordan y guiarlo a la conquista de la tierra… no sin que su Dios le animara primero a él (Jos 1, 111).
Hay otro episodio donde los gigantes y el miedo son los protagonistas. Goliat el filisteo desafía a las tropas de Israel y todo el ejército, con Saúl a la cabeza, se mueren de miedo (1Sam 17). El aliento no les llega al cuello ante tan formidable enemigo. Los días pasan y ningún soldado de Dios es capaz de dar un paso al frente. Lo tendrá que hacer un muchacho joven e inexperto, un pastor que no estaba ni en el frente, que pasaba por allí haciendo un recado para sus hermanos. Cuando David se ofrece a luchar con el campeón filisteo, nadie se opone a su temeridad y se aprestan a protegerle con las armaduras de rigor, que al muchacho le pesan un quintal. David se deshace de lo superfluo, es decir, de todas las tácticas, planes y defensas al uso y se lanza a la batalla con la sola confianza en su Dios… y gana.
En el nuevo testamento aparece un pasaje maravilloso sobre la confianza en uno mismo y en Dios. Se trata de cuando Pedro se lanza al agua llevado por su arrojo y con su mirada puesta en Jesús y es capaz de andar sobre la superficie… hasta que se mira a sí mismo, es consciente de lo que hace y se hunde. En el momento que cree que todo depende de sí mismo, tiene miedo y se hunde (Mt 14, 22-33).
Muchas veces nos enfrentamos a retos en nuestra vida que nos superan de largo y nos entra el pánico, la incertidumbre y el desaliento. La desesperanza, la depresión y la ansiedad avanzan en nuestro interior sin previo aviso, rompiendo nuestra confianza en nosotros mismos y en Dios. Una enfermedad, un despido, un fracaso…
A veces, Dios permite estas circunstancias para minar un poco nuestra suficiencia y aprender a descansar en su Providencia. Vivimos estresados pensando que la vida la construimos nosotros, que todo depende de nuestro esfuerzo y nuestras capacidades, y a la vez, temiendo los cambios, asustándonos ante los retos y luchando contra nuestros propios fantasmas…
Pero no fue un castigo de un Dios tirano, ni un capricho de un Dios incomprensible, ni un tiovivo de un Dios juguetón, fue una preparación. Un aprendizaje, un entrenamiento, una formación. ¿Para qué? Para conocerse a sí mismos, para conocer a Dios, para fortalecerse y para no sucumbir ante los enemigos que habían de enfrentar al conquistar la tierra prometida. Cuando Moisés mandó una avanzadilla a explorar su destino (Nm 13, 1-33) encontraron allí una tierra que mana leche y miel, pero también un territorio habitado por toda clase de temibles pueblos: Jebuseos, hititas, cananeos, amalecitas, amorreos y los más terribles de todos, vieron allí descendientes de Anaq, hombres altos y fuertes como gigantes.
Los anaquitas.
En la mente y el ánimo del pueblo se instaló el miedo cuando los exploradores volvieron contando lo que habían visto y desconfiaron de sí mismos y de su Dios a pesar de que acababan de ver cómo el todopoderoso pueblo de Egipto, había sucumbido en el mar rojo ante sus propios ojos. Aún así, la mirada del pueblo hebreo seguía siendo mediocre y pragmática. Ante el nuevo reto al que se enfrentaban, las dudas rápidamente se adueñaron de ellos y no acertaban a imaginar cómo lograrían vencer a pueblos tan poderosos y aguerridos. No sabían cómo harían frente a los hijos de Anaq.
Resultado: a dar vueltas en el desierto.
Allí aprenderían a confiar en Yaveh, a confiar en su divina providencia, a ser obedientes a sus inspiraciones y mandatos y a comprender que sus batallas las ganaba Dios, no ellos con sus carros y caballos.
Tendrá que venir, mucho tiempo después, Josué, uno de los pocos que no se amedrentaron en aquella primera incursión, para animar al pueblo a cruzar el Jordan y guiarlo a la conquista de la tierra… no sin que su Dios le animara primero a él (Jos 1, 111).
Hay otro episodio donde los gigantes y el miedo son los protagonistas. Goliat el filisteo desafía a las tropas de Israel y todo el ejército, con Saúl a la cabeza, se mueren de miedo (1Sam 17). El aliento no les llega al cuello ante tan formidable enemigo. Los días pasan y ningún soldado de Dios es capaz de dar un paso al frente. Lo tendrá que hacer un muchacho joven e inexperto, un pastor que no estaba ni en el frente, que pasaba por allí haciendo un recado para sus hermanos. Cuando David se ofrece a luchar con el campeón filisteo, nadie se opone a su temeridad y se aprestan a protegerle con las armaduras de rigor, que al muchacho le pesan un quintal. David se deshace de lo superfluo, es decir, de todas las tácticas, planes y defensas al uso y se lanza a la batalla con la sola confianza en su Dios… y gana.
En el nuevo testamento aparece un pasaje maravilloso sobre la confianza en uno mismo y en Dios. Se trata de cuando Pedro se lanza al agua llevado por su arrojo y con su mirada puesta en Jesús y es capaz de andar sobre la superficie… hasta que se mira a sí mismo, es consciente de lo que hace y se hunde. En el momento que cree que todo depende de sí mismo, tiene miedo y se hunde (Mt 14, 22-33).
Muchas veces nos enfrentamos a retos en nuestra vida que nos superan de largo y nos entra el pánico, la incertidumbre y el desaliento. La desesperanza, la depresión y la ansiedad avanzan en nuestro interior sin previo aviso, rompiendo nuestra confianza en nosotros mismos y en Dios. Una enfermedad, un despido, un fracaso…
A veces, Dios permite estas circunstancias para minar un poco nuestra suficiencia y aprender a descansar en su Providencia. Vivimos estresados pensando que la vida la construimos nosotros, que todo depende de nuestro esfuerzo y nuestras capacidades, y a la vez, temiendo los cambios, asustándonos ante los retos y luchando contra nuestros propios fantasmas…
El hombre de fe, experimenta sus debilidades y sus límites pero no se hunde en la desesperanza y la impotencia, porque sabe que detrás de toda circunstancia está la mano de Dios que sostiene y respalda. Detrás de un fracaso hay una lección que aprender de un Dios maestro. Detrás de una enfermedad hay un refugio que experimentar de un Dios consolador. Detrás de un error o pecado hay un perdón que sentir de un Dios misericordioso.
Detrás de un conflicto hay un Dios en el que confiar y una batalla… que ganar.
“Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla.» Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte temporal y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre el cabezal. Lo despertaron diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?» Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!» El viento cesó y vino una gran calma. 40Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» Se quedaron espantados, y se decían unos a otros: «¿Pero, quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!» “ (Mc 4, 35-41)
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