Domingo, 22 de diciembre de 2024

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El sexto sentido

por Diálogos con Dios

Más allá del espeluznante don del niño que en ocasiones ve muertos, la famosa película de 1999, del director indio M. Night Shyalaman, sorprende por el final donde descubrimos, a la vez que el protagonista, que el muerto es él mismo. El amargado psicólogo infantil que intenta ayudar al niño con sus visiones, es el que, en realidad, es ayudado, porque el que vive fuera de su realidad es el pobre Bruce Willis. Y es que su alma se ha quedado pegado a esta dimensión cegado por el amor a su esposa y frustrado por no poder ayudar en su momento a un paciente, incapaz de reconocer y de admitir que murió al intentar salvar a su mujer.

Y es que el apego a las cosas, a las personas, a las situaciones, pueden bloquearnos y dejarnos como fijados en el tiempo, con nuestro cuerpo en el presente y la mente siempre en otro lugar o un incansable diálogo interno dando vueltas al mismo asunto. La nostalgia de tiempos felices, un trauma no superado, una persona que no olvidamos, una realidad que no queremos ver, una insatisfacción constante por no conseguir lo deseado. Todo son apegos que nos enganchan y nos sacan fuera de la realidad. Como avisa el niño vidente: los muertos solo ven lo que quieren ver.

Existen muchas referencias bíblicas al respecto que podemos relacionar, como la mujer de Lot que por mirar atrás huyendo de aquella seductora y condenada ciudad, se convierte en estatua de sal. O el pueblo de Israel que en la primera curva del desierto ya quiere volver a su falsa seguridad de Egipto, a su mediocre comodidad bajo la opresión. El impío Amán, en el libro de Esther, que tramando violencia contra Mardoqueo, descubre en el último momento que el condenado a muerte es él. Los reinos de Judá e Israel que dormidos en los laureles y en su engreída y superflua religiosidad, no creen a los profetas, no admitiendo la ruina venidera, culminada por la deportación a Babilonia. Ya, en el nuevo testamento, Caifás, Herodes y Pilato, todos apegados a sus puestos y su cuota de poder, contribuyen a sofocar la amenaza que supone el Mesías. El mismo Jesús, ya avisa de que no se puede tener el corazón en este mundo y querer salvarse, estar siempre pensando en asuntos mundanos sin arriesgar por el reino: “A otro dijo: Sígueme. El respondió: Déjame ir primero a enterrar a mi padre. Le respondió: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios. También otro le dijo: Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Le dijo Jesús: Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios” (Lc 9, 59-62). Y San Pablo confiesa: “Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante” (Flp 3, 13)

Existe en nosotros un radical afán de control, un visceral deseo de satisfacción, una irracional necesidad de posesión y dependencia que nos esclaviza y nos condena a vivir ajenos a nuestras propias vidas. A veces es muy necesario tener profetas a nuestro lado que nos recuerden la pobreza de nuestra vida, es necesario pasar por circunstancias que derriban nuestras seguridades y nos bajan a la realidad, cruces que nos limitan y nos humillan, no para desesperarnos, sino para centrarnos y moldearnos. No se trata de no amar o ser insensible a las cosas o las personas, se trata de hacerlo con libertad y sin manipulaciones interesadas, amando con mayor pureza y respeto. Se trata de amar como Dios ama, sin querer dominar ni poseer, con gratuidad y liberalidad.

La película acaba cuando el muerto se da cuenta de sus verdadera situación y entiende que solo le queda un camino: comprender, aceptar y afrontar la realidad. Y eso le lleva a encontrar la paz y la libertad que desea toda alma. Necesitamos un sexto sentido pero no para ver muertos andando por ahí, sino para descubrir nuestras muertes, nuestros bloqueos, nuestras ataduras. No podemos aspirar a ser libres y estar en paz con nuestra vida si no soltamos, si no cedemos, si no nos rendimos. Nos defendemos, luchamos y peleamos por lo que pensamos que es la fuente de nuestra felicidad y nuestra paz, pero normalmente andamos siempre desenfocados. Y es que lo queremos todo. Queremos el cielo pero sin soltar la tierra. Queremos la santidad pero sin humillación. Queremos la paz pero sin sufrimiento. Hay que avanzar ligeros de equipaje, no podemos salvarnos con todo.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mr 10, 39)

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