Hijos de Caín
Es aceptado oficiosamente por la teología en general que el motivo por el que Caín es rechazado por Dios, es que no ofrece lo mejor de los productos de su cosecha. No existe una referencia explícita al respecto, pero el texto aclara que Abel sí aporta en su ofrenda a Dios, lo mejor de su ganado, y no teniendo más información y por comparación, se entiende que Caín no lo hace así. (Gn 4, 3-5). Podríamos concluir que cuando el texto menciona que la ofrenda de Caín no resulta agradable al Señor es porque Dios ve el interior de su corazón y comprueba que no es enteramente fiel a él, que se reserva lo mejor para sí mismo, siendo cicatero y rácano con su Señor.
Hay otro personaje en el antiguo testamento igualmente interesante en éste sentido. Saúl es el primer rey de Israel, ungido por el profeta Samuel en nombre del mismo Yahveh, cuya gran misión es guerrear contra edomitas, amalecitas y filisteos y unir así a su pueblo, sometiendo a sus enemigos. La orden es consagrar al anatema (exterminación) todo el botín, en señal de pureza y de fidelidad al Dios de Abraham. Saúl, sin embargo, no actúa con tanta radicalidad sino que permite que el rey amalecita y parte de lo mejor botín sea custodiado por la tropa para su regocijo y disfrute. Al fin y al cabo, es una pena destruir, sin más, piezas tan valiosas en lugar de aprovechar lo justamente conquistado en el campo de batalla, “solo consagraron al anatema toda la hacienda vil y sin valor” (1Sam 15, 1-9). Samuel descubre la infidelidad, que para eso tiene visión y alcance de profeta y Dios, en éste momento, se arrepiente de haber dado el reinado a Saúl y decide dárselo a David (1Sam 15, 10-23).
Finalmente, un joven rico, ya en el nuevo testamento, pregunta al maestro qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Jesús le propone cumplir los mandamientos y después, vender todos sus bienes y seguirle. Es en éste momento cuando el joven se aleja cabizbajo porque tiene muchos riquezas (Mt 19, 16-22).
Y es precisamente, éste estado anímico el que se repite en los tres casos. Tanto a Saúl cómo Caín les invade una gran tristeza, que nace de una profunda raíz de envidia, hacia Abel y David respectivamente. En el caso del joven rico que habla con Jesús, no sabemos si tuvo envidia a alguien, pero no sería descabellado pensar que conociera a un tal Zaqueo, recaudador de impuestos y odiado por todos que, sin embargo, es premiado con la visita de Jesús en su propia casa (Lc 19, 110). Un reconocido pecador acogiendo al maestro, mientras él, pulcro cumplidor de la doctrina judía, es despedido con indiferencia y exigencias…
Bien, ya tenemos el cóctel completo: tristeza y envidia; envidia y tristeza. Saúl envidia a David porque gana más batallas que él y se lleva el favor del pueblo, a pesar de ser un joven inexperto. Caín envidia a Abel porque es aceptada su ofrenda, a pesar de ser un segundón, mientras él, siendo el primogénito, es rechazado.
Y todo ¿porqué?
Por ser unos mediocres.
Por no dar lo mejor de sí mismos.
Por no optar por Dios con firmeza.
Por andar divididos.
La mediocridad es una forma de ser, de estar en la vida. No comprometerse, cambiar de opinión y de rumbo al mínimo contratiempo. No soltar nada, para no perder nada. No prestar toda la atención que se debe al asunto que se ocupa. No dar importancia a lo importante. Los mediocres aman a medias, trabajan a medias, sueñan a medias. Chapucean, huyen y mienten. Los mediocres se creen equilibrados pero en realidad ponen una vela a Dios y otra al demonio, dan un paso para adelante y dos para atrás, miran al cielo pero se dejan arrastrar por sus pasiones y… siempre saben más que nadie. La mediocridad impide vivir en plenitud, lleva a la frustración y la impotencia (tristeza) porque no se logran los objetivos y finalmente, se termina criticando a los demás porque sí consiguen las cosas (envidia).
Y lo peor es que los mediocres no reconocen que el fracaso de sus empresas no depende de la suerte o del prójimo, sino de ellos mismos y de su corazón dividido, dubitativo y relativista.
Y Dios lo ve todo.
Y ve que el corazón del hombre anda siempre partío. San Agustín asegura que sólo existen dos amores: el amor a Dios y al amor a uno mismo.
Es verdad que existen otros ejemplos en la Biblia que sí demuestran su total adhesión a la voluntad de Dios. Así, Abraham es capaz de atar a su hijo, su querido, único y deseado hijo, e intentar sacrificarlo en el monte Moría por mandato inexplicable y desconcertante de su Dios (Gn 22, 119). Y la viuda de Sarepta es capaz de dar sus últimos granos de harina, arriesgando su vida y la de su hijo, al profeta Elías, simplemente por ser un enviado de Dios (1Re 17, 815). Y aquella otra viuda que a la salida del templo da un óbolo, no de lo que le sobra sino de lo único que tiene… y Jesús la ve (Mc 12, 41-44)
El Señor lo ve todo.
Todos tenemos la tentación de la mediocridad. En nuestras comunidades, en nuestra propio recorrido de fe, en nuestro día a día.
Muchas veces vivimos nuestra vida y vivimos la fe cómo si todo diera igual, como si ser fiel en lo poco no fuera importante, como si Dios se fuera a contentar con cualquier cosa… y, en realidad, lo hace.
Pero, en ese caso, posiblemente, no alcanzaremos grandes metas…
“Conozco tu conducta: no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitar te de mi boca” (Ap 3, 1516)
Finalmente, un joven rico, ya en el nuevo testamento, pregunta al maestro qué tiene que hacer para heredar la vida eterna. Jesús le propone cumplir los mandamientos y después, vender todos sus bienes y seguirle. Es en éste momento cuando el joven se aleja cabizbajo porque tiene muchos riquezas (Mt 19, 16-22).
Y es precisamente, éste estado anímico el que se repite en los tres casos. Tanto a Saúl cómo Caín les invade una gran tristeza, que nace de una profunda raíz de envidia, hacia Abel y David respectivamente. En el caso del joven rico que habla con Jesús, no sabemos si tuvo envidia a alguien, pero no sería descabellado pensar que conociera a un tal Zaqueo, recaudador de impuestos y odiado por todos que, sin embargo, es premiado con la visita de Jesús en su propia casa (Lc 19, 110). Un reconocido pecador acogiendo al maestro, mientras él, pulcro cumplidor de la doctrina judía, es despedido con indiferencia y exigencias…
Bien, ya tenemos el cóctel completo: tristeza y envidia; envidia y tristeza. Saúl envidia a David porque gana más batallas que él y se lleva el favor del pueblo, a pesar de ser un joven inexperto. Caín envidia a Abel porque es aceptada su ofrenda, a pesar de ser un segundón, mientras él, siendo el primogénito, es rechazado.
Y todo ¿porqué?
Por ser unos mediocres.
Por no dar lo mejor de sí mismos.
Por no optar por Dios con firmeza.
Por andar divididos.
La mediocridad es una forma de ser, de estar en la vida. No comprometerse, cambiar de opinión y de rumbo al mínimo contratiempo. No soltar nada, para no perder nada. No prestar toda la atención que se debe al asunto que se ocupa. No dar importancia a lo importante. Los mediocres aman a medias, trabajan a medias, sueñan a medias. Chapucean, huyen y mienten. Los mediocres se creen equilibrados pero en realidad ponen una vela a Dios y otra al demonio, dan un paso para adelante y dos para atrás, miran al cielo pero se dejan arrastrar por sus pasiones y… siempre saben más que nadie. La mediocridad impide vivir en plenitud, lleva a la frustración y la impotencia (tristeza) porque no se logran los objetivos y finalmente, se termina criticando a los demás porque sí consiguen las cosas (envidia).
Y lo peor es que los mediocres no reconocen que el fracaso de sus empresas no depende de la suerte o del prójimo, sino de ellos mismos y de su corazón dividido, dubitativo y relativista.
Y Dios lo ve todo.
Y ve que el corazón del hombre anda siempre partío. San Agustín asegura que sólo existen dos amores: el amor a Dios y al amor a uno mismo.
Es verdad que existen otros ejemplos en la Biblia que sí demuestran su total adhesión a la voluntad de Dios. Así, Abraham es capaz de atar a su hijo, su querido, único y deseado hijo, e intentar sacrificarlo en el monte Moría por mandato inexplicable y desconcertante de su Dios (Gn 22, 119). Y la viuda de Sarepta es capaz de dar sus últimos granos de harina, arriesgando su vida y la de su hijo, al profeta Elías, simplemente por ser un enviado de Dios (1Re 17, 815). Y aquella otra viuda que a la salida del templo da un óbolo, no de lo que le sobra sino de lo único que tiene… y Jesús la ve (Mc 12, 41-44)
El Señor lo ve todo.
Todos tenemos la tentación de la mediocridad. En nuestras comunidades, en nuestra propio recorrido de fe, en nuestro día a día.
Muchas veces vivimos nuestra vida y vivimos la fe cómo si todo diera igual, como si ser fiel en lo poco no fuera importante, como si Dios se fuera a contentar con cualquier cosa… y, en realidad, lo hace.
Pero, en ese caso, posiblemente, no alcanzaremos grandes metas…
“Conozco tu conducta: no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitar te de mi boca” (Ap 3, 1516)
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