El político mediocre
El político que dice que detrás de las cifras del paro hay personas es como el antisistema que dice que debajo de los adoquines está la playa. Ni el político intenta conocer la identidad de los parados ni el antisistema abre una zanja para verificar si la utopía desemboca en el Mediterráneo. Aunque ambos se engañan a sí mismos, la impostura del político es mayor que la del antisistema, porque el político finge estar interesado por la suerte de quienes no cotizan a la Seguridad Social mientras que el antisistema vende humo para consumo propio. Si al político le preocupa que cuatro millones de españoles estén mano sobre mano no es porque no tengan empleo sino porque ponen en peligro el único que le importa.
El talento del mediocre radica en que conoce sus limitaciones. De ahí que cuando entra en política se atornille al cargo. Ni el ataque coordinado de media docena de percebeiras bien adiestradas sería capaz de despegarlo un decímetro del sillón. A lo más, un milímetro. El apego al sillón no es privativo del mediocre, claro, pero es el que mejor adapta su zona lumbar al respaldo. Tuve un jefe nada mediocre que, cuando le daban por todas partes, decía que del despacho oficial no le sacaba ni el GEO. No hizo falta llamar a la Guardia Civil. Lo sacó su propio partido por el procedimiento de la patada para arriba. Hoy, tras bajar de aquel ascenso, rememora melancólico el carpe diem.
El político mediocre, sin embargo, asistirá en segunda fila al congreso del PSOE para aplaudir a Susana. O al de Podemos para pedir que se ilegalice el catolicismo. O al del PP para defender la enmienda que pide denominar charrán al pájaro del logotipo, que es una gaviota de toda la vida. El mediocre es como el charrán, parece una cosa y es otra. Dice que detrás de los números hay parados, pero desconoce cómo se llaman. Saca pecho porque unos cuantos centenares de miles de desempleados han encontrado tajo, pero omite que el salario que perciben es propio de la posguerra. Con lo que ganan no pueden comprar buenos alimentos, pero el Gobierno sugiere que los perros volverán a ser atados con longaniza. Sí, claro. Y con jamón de york. En España se ha llegado a un punto en el que cualquiera que no pase hambre es clase media.
El talento del mediocre radica en que conoce sus limitaciones. De ahí que cuando entra en política se atornille al cargo. Ni el ataque coordinado de media docena de percebeiras bien adiestradas sería capaz de despegarlo un decímetro del sillón. A lo más, un milímetro. El apego al sillón no es privativo del mediocre, claro, pero es el que mejor adapta su zona lumbar al respaldo. Tuve un jefe nada mediocre que, cuando le daban por todas partes, decía que del despacho oficial no le sacaba ni el GEO. No hizo falta llamar a la Guardia Civil. Lo sacó su propio partido por el procedimiento de la patada para arriba. Hoy, tras bajar de aquel ascenso, rememora melancólico el carpe diem.
El político mediocre, sin embargo, asistirá en segunda fila al congreso del PSOE para aplaudir a Susana. O al de Podemos para pedir que se ilegalice el catolicismo. O al del PP para defender la enmienda que pide denominar charrán al pájaro del logotipo, que es una gaviota de toda la vida. El mediocre es como el charrán, parece una cosa y es otra. Dice que detrás de los números hay parados, pero desconoce cómo se llaman. Saca pecho porque unos cuantos centenares de miles de desempleados han encontrado tajo, pero omite que el salario que perciben es propio de la posguerra. Con lo que ganan no pueden comprar buenos alimentos, pero el Gobierno sugiere que los perros volverán a ser atados con longaniza. Sí, claro. Y con jamón de york. En España se ha llegado a un punto en el que cualquiera que no pase hambre es clase media.
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