Jugarse la vida a una carta
por Antonio Gil
En el primer volumen de las "Memorias" de Julián Marías, hay una reflexión especialmente conmovedora y que refleja una cuestión verdaderamente crucial. Escribe, después de su boda, cuando se encuentra subjetivamente en la cima de la felicidad, y dice: "Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas. Son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que, si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices".
Espléndida visión la del filósofo, que nos invita a tomarnos en serio nuestra vida, a jugarla a tope, a tomar decisiones que nos lleven a la plenitud, sobre todo en esos campos que resultan esenciales: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe. Estas tres o cuatro cosas debemos estar dispuestos a jugarlas a una sola carta, precisamente porque esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado no vale. Un amor "a ver cómo funciona" es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no sólo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer. Jugarse la vida a una carta implica tener claras las ideas, firma la voluntad, sereno el juicio y desejado el horizonte. O lo que es lo mismo, supone "tomarse la vida en serio", no ir de acá para allá, probándolo todo, con un sentido de provisionalidad que desperdicia posibilidades y no nos realiza en nada. Me gusta muchísimo la expresión de Julián Marías, y en el fondo, su invitación a jugar limpio con nosotros mismos. Al final, lo que está ocurriendo es que jugamos la carta del "me gusta o me interesa", en un aplastante relativismo, que nos deja con un palmo de narices, cuando nos damos cuenta de lo poco que conseguimos.
Noviembre, mes de crepúsculos tempranos, de silencios y recuerdos, es tiempo propicio para "decisiones a una carta", que marquen nuestra vida por caminos de plenitudes. Noviembre nos invita a la reflexión serena y pausada, mientras caminamos, acaso a la sombra trascendente de los viejos cipreses que, ni siquiera el aire mueve fácilmente, porque son árboles que resisten, firmes, las tempestades.
Espléndida visión la del filósofo, que nos invita a tomarnos en serio nuestra vida, a jugarla a tope, a tomar decisiones que nos lleven a la plenitud, sobre todo en esos campos que resultan esenciales: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe. Estas tres o cuatro cosas debemos estar dispuestos a jugarlas a una sola carta, precisamente porque esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado no vale. Un amor "a ver cómo funciona" es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no sólo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer. Jugarse la vida a una carta implica tener claras las ideas, firma la voluntad, sereno el juicio y desejado el horizonte. O lo que es lo mismo, supone "tomarse la vida en serio", no ir de acá para allá, probándolo todo, con un sentido de provisionalidad que desperdicia posibilidades y no nos realiza en nada. Me gusta muchísimo la expresión de Julián Marías, y en el fondo, su invitación a jugar limpio con nosotros mismos. Al final, lo que está ocurriendo es que jugamos la carta del "me gusta o me interesa", en un aplastante relativismo, que nos deja con un palmo de narices, cuando nos damos cuenta de lo poco que conseguimos.
Noviembre, mes de crepúsculos tempranos, de silencios y recuerdos, es tiempo propicio para "decisiones a una carta", que marquen nuestra vida por caminos de plenitudes. Noviembre nos invita a la reflexión serena y pausada, mientras caminamos, acaso a la sombra trascendente de los viejos cipreses que, ni siquiera el aire mueve fácilmente, porque son árboles que resisten, firmes, las tempestades.
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