Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Siervos del Señor

por Santiago Martín Rodríguez

El evangelio de este domingo nos sitúa a Jesús en uno de esos momentos difíciles en que de vez en cuando le ponían sus apóstoles. En esta ocasión los causantes eran dos de sus más queridos colaboradores: Santiago y Juan. Los “hijos del trueno” tenían muchas cualidades y también un defecto: eran ambiciosos. Jesús, que conocía perfectamente lo que había en su interior, tanto lo bueno como lo malo, no se asusta ante el pecado y aprovecha la coyuntura para dar una catequesis para los Zebedeos y para el resto, entre otras cosas porque el malestar de los demás apóstoles indica que también ellos estaban afectados por el mismo virus. “El que quiera ser grande que sea vuestro servidor y el que quiera ser el primero sea esclavo de todos”. Estas palabras, por supuesto, estaban refrendadas por el comportamiento del propio Cristo. Su misma existencia –la encarnación-, su comportamiento cotidiano, el posterior gesto de lavarles los pies en la Última Cena –donde renovó la enseñanza- y la muerte en la Cruz no son otra cosa más que testimonios de servicio y de cómo entendía el Señor ese servicio.

 “He venido a amar y a enseñar a amar”, dice y practica una y otra vez Jesús. Pero ese amor no es de retórica sino de obras. Y para poder llevarlo a la práctica hay que entenderse a sí mismo como alguien que no sólo se hace “inferior” –en el sentido de que el que sirve puede parecer de menor categoría que el servido-, sino que se siente y se sabe “inferior”. ¿Pero “inferior” de quién? ¿de aquel al que ama, al que está sirviendo? No. Inferior ante Dios. No se puede practicar el servicio a los hombres sin perder la dignidad si el que sirve no lo hace con la motivación correcta; esa motivación es la del servicio a Dios –por amor a Él, por agradecimiento a Él-, pagado y cumplido en aquellas personas que necesitan en ese momento ser ayudadas, ser servidas. ¿Era inferior la Madre Teresa a los moribundos a los que servía? Por supuesto que no y, sin embargo, se colocaba por debajo de ellos, haciéndose “esclava” de los que eran considerados los últimos de la sociedad. ¿Por qué lo hacía? Una y otra vez ella misma dio la respuesta a esa pregunta: Por Cristo, por amor a Cristo.

Lo que el Señor nos está pidiendo, por lo tanto, no es que sus seguidores nos convirtamos en esclavos sin derechos, en sumisos servidores de cualquier tipo de dictador –desde el político al que intenta vivir como un tirano en el seno del hogar, pasando por el jefe de la empresa donde trabajamos-. El mensaje de Jesús, el mensaje cristiano, no va dirigido a hacer de sus discípulos un rebaño de mansos corderos que no crean problemas a los amos del mundo. Nosotros, los seguidores del Crucificado, no doblamos nuestra rodilla ante ningún poder, precisamente porque sólo la doblamos ante el Dios todopoderoso. Ahora bien, por Él, por amor a Él, por agradecimiento a Él, estamos dispuestos a arrodillarnos ante todo aquel que sufre, ante todo el que necesita ayuda. Nosotros, torpes como somos, nos fijamos sólo en lo que se hace, cuando en realidad lo importante es el motivo por el que se hace. Sin la motivación religiosa, sin el “por ti, Jesús; por agradecimiento a ti”, el servicio pierde muchas veces todo su sentido y el servidor se siente denigrado. Con esa motivación, en cambio, se cumplen las palabras de Cristo: el que se ha hecho el último por amor, será considerado el primero.
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