Domingo, 22 de diciembre de 2024

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¡Nuestra Esperanza es Cristo, nadie más! San Fulgencio de Ruspe

¡Nuestra Esperanza es Cristo, nadie más! San Fulgencio de Ruspe

por La divina proporción

San Fulgencio fue un santo obispo, teólogo, discípulo y seguidor de San Agustín. Su labor apostólica fue notable, sobre todo por su sabia y continua crítica del arrianismo y al semipelagianismo. Fue el último de los grandes teólogos de la Iglesia africana del siglo VI.

En la lectura de hoy domingo tenemos una clara referencia a la potestad de Cristo sobre la muerte. Cristo se acerca a una viuda que llora desconsolada delante del cadáver de su único hijo. Cristo le dice que no llore y ordena al antes muerto, que se levante. El hijo de la vida de Naim vuelve a la vida para asombro de los que están presentes. Recordamos lo que el centurión romano dijo a Cristo cuando fue a pedir por la vida de su sirviente: “una sola palabra tuya bastará para sanarlo”. Una palabra de quien es la Palabra, el Verbo de Dios, el Logos, da la vida a quien es cadáver. ¿Cuántas veces no nos encontramos muertos a fe y a la esperanza? ¿Cuántas veces necesitamos una palabra de Cristo para levantarnos? ¿Qué esperamos para pedirla llenos de Esperanza?

La primera transformación gratuita consiste en la justificación, que es una resurrección espiritual, don divino que es un adelanto de la transformación perfecta que tendrá lugar en la resurrección de los cuerpos de los justificados, cuya gloria será entonces perfecta, inmutable y para siempre. Esta gloria inmutable y eterna es, en efecto, el objetivo al que tienden, primero, la gracia de la justificación y, después, la transformación gloriosa.

En esta vida somos transformados por la primera resurrección, que es la iluminación destinada a la conversión; por ella, pasamos de la muerte a la vida, del pecado a la justicia, de la incredulidad a la fe, de las malas acciones a una conducta santa. Sobre los que así obran no tiene poder alguno la segunda muerte. De ellos, dice el Apocalipsis: « Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con Él mil años»
(Ap 20,6). Que se apresure, pues, a tomar parte ahora en la primera resurrección el que no quiera ser condenado con el castigo eterno de la segunda muerte. Los que en la vida presente, transformados por el temor de Dios, pasan de mala a buena conducta pasan de la muerte a la vida, y más tarde serán transformados de su humilde condición a una condición gloriosa. (San Fulgencio de Ruspe. El perdón de los pecados; CCL 91A)

San Fulgencio nos recuerda la conversión es la primera resurrección. Como es lógico, antes de resucitar es necesario morir. ¿A qué tenemos que morir? A nosotros mismos, a nuestra soberbia, envidias y egoísmos. Cristo indicó que la negación de sí mismo forma parte imprescindible del camino de la santidad. Nos dice que esta primera conversión es una “justificación”, es decir, hacernos justos, dejar que la justicia de Dios conforme nuestra vida. Tristemente, hoy en día entendemos justificarnos como excusarnos, es decir, buscar escusas que sirvan para que nuestras culpas y errores parezcan menores o incluso para elevarlos a la categoría de virtudes. Esto lo podemos ver en la tendencia actual de comprender la misericordia de Dios como la antítesis de la justicia de Dios y limitar a Dios a un cómplice decidido a excusar nuestros pecados y errores, en base a una aparente ignorancia, de la que nos enorgullecemos.

San Fulgencio nos anima a tomar parte de la primera resurrección y por lo tanto, dejar que la Gracia de Dios nos transforme según el modelo que Dios nos quiso dar antes de la aparición del pecado. ¿A qué esperamos para dejar de buscar excusas y dejar que la Gracia nos haga justos de verdad? La Gracia de la justificación está esperando a que la dejemos que entre en nuestro corazón para convertirlo en verdadero templo del Espíritu Santo. Entonces renaceremos el Agua y del Espíritu: “De verdad, de verdad te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 5)
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