Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Cuanto más amemos a Dios: mejor nos amamos a nosotros mismos. San Agustín

Cuanto más amemos a Dios: mejor nos amamos a nosotros mismos. San Agustín

por La divina proporción

Hoy en día tenemos cerca “realidades sociales” como son el estado, la sanidad, la educación, los servicios sociales, etc, que están ahí para ayudarnos en nuestras necesidades, pero que también son utilizadas para ideologizar nuestro entendimiento. Si tenemos todas estas “realidades sociales”, más de una persona se puede preguntar ¿Para qué nos hace falta Dios? El estado se ocupa de todo y Dios ya no tiene sentido en nuestra vida. Lo más duro es que son muchas las personas que se preguntan por la necesidad del “prójimo” que tiene a su lado. Más aún, vemos al prójimo como una amenaza que perturba nuestro espacio vital y expectativas. Esto se nota en las grandes ciudades, donde cada persona vive su vida como si no existieran otras personas en su entorno. Este entendimiento de nuestra vida cotidiana nos lleva a plantearnos una pregunta fundamental: ¿Cómo ser cristiano cuando tememos a nuestros hermanos y olvidamos a Dios?

Quien no ama a su hermano no está en caridad, y quien no está en caridad no está en Dios, porque “Dios es amor” (1 Jn 4,8) Y el que no está en Dios no está en la luz, porque “Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1 Jn 1,5). Y el que no vive en la luz, ¿qué maravilla no vea la luz, es decir, no ve a Dios, pues está en tinieblas? Puedes conocer al hermano de vista, a Dios no. Si al que ves en humana apariencia amases con amor espiritual, verías a Dios, que es caridad, como es dado verlo con la mirada interior. (…)

Y no debe preocuparnos cuánta ha de ser la intensidad del amor a Dios y del amor al hermano. A Dios hemos de amarle incomparablemente más que a nosotros mismos; al hermano como nos amamos a nosotros; y cuanto más amemos a Dios: más nos amamos a nosotros mismos. Con un mismo amor de caridad amamos a Dios y al prójimo, pero a Dios por Dios, a nosotros y al prójimo por Dios.
(San Agustín. La Trinidad, VIII, 12)

Actualmente el cristianismo tiende a ser vivido dentro de comunidades cada vez más limitadas, cerradas y además de forma intermitente y circunstancial. Nuestra vida cristiana se limita a la misa de los domingos, fiestas de guardar, ocasiones especiales: bodas, bautizos, comuniones, funerales y poco más. Incluso si participamos en alguna actividad o grupo cristiano, nuestra vivencia se limita al tiempo en que realizamos esta actividad dentro de ese grupo. San Agustín nos habla de la imposibilidad de ver a Dios cuando vivimos en las tinieblas. De hecho esto es lo que nos sucede hoy en día. Creemos en Dios, pero está tan lejos y le importamos tan poco, que le da igual lo que hagamos. Si Dios está tan lejos y lo sentimos como cómplice de nuestros actos, nunca seremos capaces de comprender sus mandamientos como regalos misericordiosos. Pensaremos en sus mandamientos como límites sin fundamento alguno que pueden ser olvidarlos o relativizados a nuestra conveniencia. Los mandamientos son líneas que delimitan donde es peligroso andar ¿Puede haber mayor misericordia que señalar dónde está el peligro?

En la medida que amemos a Dios, seremos capaces de amar su imagen impresa en nosotros y los mandamientos que nos ha legado. Amaremos su imagen y nos daremos cuenta de todo lo que ha convertido esta imagen en irreconocible. Nos daremos cuenta que eso que distorsiona la imagen de Dios en nosotros, es lo que señalan con claridad los mandamientos: el pecado. Ignorar esto nos lleva a vivir sin conciencia de Dios y por lo tanto, amándonos a nosotros mismos de forma parcial o incluso perniciosa.

Quien se ama de forma incorrecta, despreciará a su hermano y le temerá. Por ello necesitamos seguir las indicaciones de Cristo: negarnos a nosotros mismo y tomar nuestra cruz. Negarse a sí mismo no nos encarcela, sino que nos libera de lo que nos hace esclavos del mundo. Los mandamientos de Dios son el primer brote de la misericordia de Dios, que comunica al ser humano lo que le daña y aparta del amor de Dios. Si despreciamos los mandamientos de Dios, tarde o temprano caeremos en las redes de las apariencias del mundo: buscaremos el éxito, las fotos, los premios internacionales, las dulces palabras de los poderes que controlan nuestra vida.

Amar los mandamientos no sólo no sofoca al Espíritu, sino que le abre nuestro corazón para que sea transformado y podamos andar el camino de la santidad. El Espíritu anida en el corazón que se abre a Cristo, no en el que siente soberbia de lo que tiene y sabe. Cuando más amemos a Dios, mejor amaremos a nuestro hermano.

Teme por tu amor [a Dios] si aún sospechas que hay algo más bello que Aquel por el cual todo es hermoso, [algo] que te cautive el corazón y, por tanto, no merezcas pensar en el de Dios (San Agustín. Comentario al Salmo 4a, 16)

 

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