El domingo pasado hablábamos de la necesidad que tiene un cristiano de corresponder a la mirada de Jesús con amor. Esta es la actitud contemplativa de un discípulo de Jesucristo que debe empapar todo su actuar cristiano. El hijo aprende a hablar oyendo a sus padres, esforzándose en copiar sus palabras; de la misma forma, viendo obrar y actuar a Jesús, aprendemos a comportarnos como Él. La vida cristiana es imitación de Cristo, pues Él se encarnó «para dar la vida por muchos» como leemos en el Evangelio de este Domingo (Mc 10, 35-45). ¿Para qué se hizo hombre el Hijo de Dios? La Encarnación tiene tres fines: 1. El primero y principal fue reparar en una forma digna y adecuada la ofensa que el pecado causó a su Padre. 2. El segundo, fue la salvación de los hombres, antes envilecidos por la culpa y ahora elevados a la dignidad sobrenatural de hijos de Dios por el Bautismo. 3. El tercero fue darnos ejemplo de vida, al aparecer como modelo de todas las virtudes: “Os dio ejemplo para que sigáis sus pasos” (1Pedro 2, 21) — “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). Esta semejanza o imitación de Cristo es posible “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (San Ireneo). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacemos Dios” (San Atanasio). Nuestra santidad consistirá, pues, en ser por la gracia lo que es Cristo por naturaleza: hijos de Dios. “Nuestra imitación de Cristo consiste en vivir la vida de Cristo, en tener esa actitud interior y exterior que en todo se conforma a la de Cristo, en hacer lo que Cristo haría si estuviese en mi lugar. 1. Lo primero necesario para imitar a Cristo es asimilarse a Él por la gracia, que es la participación de la vida divina. Y de aquí ante todo aprecia el bautismo, que introduce, y la Eucaristía que alimenta esa vida y que da a Cristo, y si la pierde, la penitencia para recobrar esa vida... 2. Y luego de poseer esa vida, procura actuarla continuamente en todas las circunstancias de su vida por la práctica de todas las virtudes que Cristo practicó, en particular por la caridad, la virtud más amada de Cristo. […] Esto supone un conocimiento de los evangelios y de la tradición de la Iglesia, una lucha contra el pecado, trae consigo una metafísica, una estética, una sociología, un espíritu ardiente de conquista... Pero no cifra en ellos lo primordial. Si humanamente fracasa, si el éxito no corona su apostolado, no por eso se impacienta. La única derrota consiste en dejar de ser Cristo por la apostasía o por el pecado” (San Alberto Hurtado). El mundo que nos rodea está necesitado del testimonio de hombres y mujeres que, llevando a Cristo en su alma en gracia, sean a su vez ejemplares. Así mostramos que es posible imitar a Cristo, porque la gracia nunca falta, y es Dios mismo de la mano de Santa María quien nos sostiene para alcanzar vivir en plenitud como hijos de Dios.