Desde diversas instancias, se ha solicitado a las principales entidades que convocan el acto por la Vida del próximo sábado 17 de octubre que hicieran constar una clara referencia en contra de la actual Ley del aborto para evitar la idea de que la oposición a la ampliación de la dicha regulación lleva aparejada la aceptación de esta última. Recordemos como, tras diez meses de trámite, el Congreso de los Diputados aprobaba el 6 de octubre de 1983 la ley despenalizadora del aborto en los términos planteados por el Partido Socialista. Aunque algunos siguen sosteniendo que la Constitución española defiende el derecho a la vida y que dicha despenalización no pone en entredicho la consideración del aborto como un mal que evitar, lo cierto es que el entonces ministro de Justicia Fernando Ledesma presentó ante la Cámara una serie de fundamentos compendiados en diez razones que fueron llamados "el Decálogo del Gobierno". Entre ellos figuraba «el derecho inviolable, inherente a la libertad de la persona de disponer libremente de su cuerpo». De acuerdo con estos principios se consideraba que el niño no nacido forma parte del cuerpo de la madre y ésta dispone de un derecho ilimitado a disponer de él. A este razonamiento responde la ley refrendada por el Congreso, aprobada por el Senado el 30 de noviembre del mismo año y ligeramente modificada tras pasar por el Tribunal Constitucional. El 5 de julio de 1985 el texto recibía la sanción real y sigue todavía en vigor. Resulta lamentable como últimamente los más destacados dirigentes del centro-derecha y el propio Mariano Rajoy se han situado en la estricta defensa de los supuestos planteados en la década de los ochenta. Observamos también con preocupación cómo en las intervenciones escritas y orales del episcopado se recuerda la doctrina de manera teórica pero evitando la polémica y paralizando la movilización clara e inequívoca de los católicos. De hecho, no hemos leído ninguna alusión a la posición en que quedarán las autoridades y las instituciones de un Estado, todas ellas manchadas y cuestionadas en caso de salir adelante la ley como ya lo están con la ahora vigente. En 1985 únicamente el entonces Obispo de Cuenca, Monseñor Guerra Campos, precisó la responsabilidad de las autoridades concretada en los autores de la ley entendiendo como tales el presidente del Gobierno y su Consejo de Ministros; los parlamentarios que la voten y el jefe del Estado que la sancione. Terminaba recordando don José Guerra que ninguna autoridad de la Iglesia puede modificar la culpabilidad moral ni la malicia del escándalo: «A veces, se pretende eludir las responsabilidades más altas como si la intervención de los Poderes públicos se redujese a hacer de testigos, registradores o notarios de la «voluntad popular». Ellos verán. A Dios no se le engaña. Lo cierto es que, por ejemplo, el Jefe del Estado, al promulgar la ley a los españoles, no dice: «doy fe». Dice expresamente: «MANDO a todos los españoles que la guarden». Los que han implantado la ley del aborto son autores conscientes y contumaces de lo que el Papa califica de «gravísima violación del orden moral», con toda su carga de nocividad y de escándalo social. Vean los católicos implicados si les alcanza el canon 915, que excluye de la Comunión a los que persisten en «manifiesto pecado grave». ¿De veras pueden alegar alguna eximente que los libre de culpa en su decisiva cooperación al mal? ¿La hay? Si la hubiere, sería excepcionalísima y, en todo caso, transitoria. Y piensen que los representantes de la Iglesia no pueden degradar su ministerio elevando a comunicación in sacris la mera relación social o diplomática. La regla general es clara. Los católicos que en cargo público, con leyes o actos de gobierno, promueven o facilitan —y, en todo caso, protegen jurídicamente— la comisión del crimen del aborto, no podrán escapar a la calificación moral de pecadores públicos. Como tales habrán de ser tratados —particularmente en el uso de los Sacramentos—, mientras no reparen según su potestad el gravísimo daño y escándalo producidos». Menos aún hemos oído a los prelados que se han ocupado de la cuestión del aborto en relación con la ampliación de la actual ley, denunciar las raíces de la legalización del crimen en una Constitución gravemente cuestionable desde el punto de vista moral. El antes citado D.José Guerra Campos hacía unas afirmaciones que mantienen plena vigencia o incluso adquieren ahora mayor actualidad: «El gran problema es que, si la Constitución, en su concreta aplicación jurídica, permite dar muerte a algunos, resulta evidente que, no sólo los gobernantes, sino la misma ley fundamental deja sin protección a los más débiles e inocentes. (Y a propósito: ¿tienen algo que decirnos los gobernantes, más o menos respaldados por clérigos, que en su día engañaron al pueblo, solicitando su voto con la seguridad de que la Constitución no permitía el aborto? Y digan lo que digan, ¿va a impedir eso la matanza que se ha legalizado?)». Recordando la penosa actuación del episcopado español en otras ocasiones similares, confiemos en que vuelvan a ser éstas las enseñanzas sostenidas y recordadas ante la nueva ofensiva de la cultura de la muerte que estamos sufriendo. Y que los postulados en ellas explicitados sean acogidos hasta las últimas consecuencias. De los asistentes y convocantes a la manifestación del próximo sábado, que sin duda será un éxito, cabe pensar lo que se dijo del Cid al verle errante por los campos de Castilla, desterrado de Burgos: “¡Dios, qué buen vasallo si oviera buen señor!”. Ojalá, todos ellos abandonen su actual estrategia y trabajen en el futuro junto a los movimientos políticos que coinciden en la defensa de los Principios No Negociables expuestos por Benedicto XVI y continuamente negados y traicionados en su doctrina y en su práctica por el Partido Popular: "...el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural; la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer; la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana" (“Sacramentum Caritatis”, 83).