Viernes, 22 de noviembre de 2024

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«Solo puedo presumir de su misericordia»

por Cerca de ti

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Las moradas terceras  

 

Las moradas terceras esperan a los que han vencido… No es poca cosa haber llegado aquí, «lugar» para la paz y la alegría después de la guerra ruidosa de las segundas moradas. Sin embargo, no todo es lo que parece. Aquí Teresa nos da a conocer los entretelones de la posguerra… para que volvamos a ponernos en las manos de Dios, y redescubramos la paz y la alegría.

 

¿Quiénes entran en las moradas terceras? Los que han vencido el combate que ha tenido lugar en las moradas segundas. ¡Son muchas!, piensa Teresa, las almas las personas que han vencido el combate de la fe, las tentaciones para volverse atrás y regresar a la vida anterior, las que han vencido la batalla en lo profundo de sí, pues es ahí donde el creyente se siente dividido, tironeado entre la atracción hacia Cristo y las fuerzas que invitan a buscar fuera del castillo interior y lejos de Dios la construcción de la propia vida. 

Teresa a favor de nosotros

Cuando uno lee Las moradas puede sentirse algo desalentado, y preguntarse: ¿habré entrado en el castillo realmente? O puede pensar tal vez: pero si a mí me parece que todavía me encuentro en esa lucha de la que habla Teresa en las moradas segundas…, y hace tanto tiempo que estoy en el camino de la fe… ¿será posible? Al menos eso es lo que me pasó a mí.

Teresa estaría contenta de que nos hiciéramos esas preguntas. Las moradas no son un simple tratado o exposición sobre la oración y la espiritualidad, sino que es el testimonio que la santa comparte acerca de su propia peripecia de la fe, de lo que ella misma ha vivido y vive, por lo cual uno no puede dejar de recibir estas palabras sin sentirse interpelado, conmovido y desafiado a la conversión. Las distintas moradas, si bien se suceden y son presentadas en un itinerario gradual de interioridad y proximidad respecto de Jesucristo, no se superan definitivamente, sino que son asumidas e integradas por las subsiguientes. La batalla de las moradas segundas, por ejemplo, si bien refiere una etapa determinada en la historia de la propia fe, es una batalla que no tiene fin y se libra hasta el último día.

Uno puede maravillarse y pensar lo siguiente: pero entonces, si yo me encuentro recién en esta etapa, ¿quién podrá llegar a las últimas moradas? Antes que nada: Teresa comparte esa admiración, es la primera en maravillarse... Así que tenemos que estar tranquilos. Ella misma dirá a sus hermanas: ¡miren qué santos son los que han accedido al aposento de su Majestad (Dios)! No tenemos derecho a merecer estar ahí, «no queráis tanto que os quedéis sin nada», «no pidáis lo que no tenéis merecido»… 

«Un vida tan mal gastada como la mía»

De esto, precisamente, tratan las terceras moradas: de la conciencia agradecida de haber llegado hasta aquí, de las dificultades superadas, de la misericordia de Dios que lo ha hecho posible, de lo que falta por recorrer, de cuán hermoso ha de ser entrar en la «postrera morada», y al mismo tiempo, de la conciencia de que podría perderse todo, de la fragilidad de la fe, de que no hay seguridad, «que no la hay en esta vida». Este no sentirse seguros, y el continuar asombrándose de la vida de Dios como un acontecimiento siempre nuevo y sostenido por él, trae a la memoria de Teresa las palabras del salmo: «Feliz el hombre que teme al Señor» (Sal 111, 1), ya que en esto consiste el temor o respeto de Dios.

Teresa confiesa ser la primera en no sentirse segura, «que hemos de andar como los que tienen los enemigos a la puerta»: «¿qué seguridad puede tener una vida tan mal gastada como la mía?», se pregunta, «que no puedo decir esto sin lágrimas y gran confusión de ver que escriba yo cosa para las que me pueden enseñar a mí». Y entonces reaparece la nota que se escucha en todas las moradas: «Mas bien sabe su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia».

Por esto Teresa quiere hablar de algo que ha observado en muchos que, habiendo entrado en las moradas terceras, se sienten inquietos, apenados, con el corazón apretado, y manifiestan encontrar dificultades y sequedad cuando rezan. ¿Por qué puede suceder algo así? Haber llegado aquí no es poca cosa. Es cierto que quien ha alcanzado este punto del camino, desea continuar, acercarse más y más a Dios. ¿Y por qué se le habría de negar el acceso?, ¿y quién no habría de desear lo mismo si ya ha «pasado por lo más trabajoso»? Se trata de personas que «gastan bien el tiempo», que practican la caridad, que buscan agradar a Dios, que tienen sus espacios de oración… «Bueno es todo esto, mas no basta, como he dicho, para que dejemos de temer». 

Por culpa de los otros

Teresa señala que le resulta difícil acercarse a estas personas para ofrecerles su consejo, pues se ven a sí mismas más para enseñar que para recibir una ayuda, y si son confrontadas de alguna manera, se justifican argumentando «que les sobra razón en sentir aquellas cosas», pues esto se debe a culpas de terceros, y de este modo «la pena que tienen» se vuelve, en sus pensamientos, un mérito, con lo cual «canonizan» la situación en que se hallan, «y así querrían que otros las canonizasen también», comenta con ese dejo de picardía con que no deja de sazonar, para disfrute de los lectores, aun los pasajes más impensados de sus páginas.

Detrás de todos estos síntomas mencionados, la santa de Ávila observa una causa bien distinta, y es la de sentirse seguros, la de controlar las cosas de Dios, confiados en sí mismos, pensando que el pecado es asunto de otros. Dicen querer seguir adelante, y lo quieren, pero no pueden. Ella recuerda entonces al joven rico que expresa estar deseoso de conseguir la vida eterna, y pregunta a Jesús qué debe hacer para lograr tal fin, y se retira entristecido una vez que Jesús se lo indica (Mt 19, 16-22). Es esta la tristeza que ve Teresa en estos muchos de las moradas terceras. Porque no basta decir, no basta desear, sino que este anhelo de seguir adelante, para ser auténtico, ha de manifestarse en obras, «y no penséis que [Dios] ha menester nuestras obras, sino la determinación de nuestra voluntad».

La culpa no es de los otros, no. El problema es dar la espalda e irse triste cuando Jesús «nos dice lo que hemos de hacer». No se puede pretender continuar la senda sin realizar la voluntad de Dios en nosotros. Recordemos que el modo de vencer la batalla, lo había adelantando, es haciendo lo que Dios nos dice, ¡es obrando! Pero en realidad, dice Teresa, esta es una oportunidad que nos da el Señor para darnos cuenta de lo que nos sucede: que no tienen por qué espantarse, «porque muchas veces quiere Dios que sus escogidos sientan su miseria». 

«¡Oh humildad, humildad!»

¿Y cuál es el nombre de esta miseria? «¡Oh humildad, humildad!», que lo que aquí ocurre «es un poco falta de ella». Y a los que pueden interpretar adecuadamente sus síntomas, esta experiencia les resulta «muy gananciosa para la humildad», y si bien no está en sus manos pasar a las cuartas moradas ni a ellos ni a nadie—, Dios transforma el pesar, la inquietud y las sequedades en paz y alegría. Porque la humildad «es el ungüento de nuestras heridas; porque, si la hay de veras, aunque tarde algún tiempo, vendrá el cirujano, que es Dios, a sanarnos».

El orgullo, la falta de humildad, el sentirse seguros, el bíblico no temer a Dios, el considerarse justos, el decir que queremos algo que en el fondo no deseamos ver realizado, el echarle la culpa a los demás evitando decirnos la verdad a nosotros mismos, el perder la emoción que produce la certeza de que Dios tiene algo para decirnos y mostrarnos, la ilusión de pensar que el camino recorrido es enteramente nuestro, el olvidar la gracia de Dios, el considerarnos superiores aunque sea muy disimuladamente… Nos damos cuenta que la batalla que creíamos ganada continúa, tal vez más como guerra fría que como batería, armas, barahúnda y artillería.

Si tuviéramos que hacer un viaje largo, difícil y agotador —«creed que es un camino brumador» el de las moradas—, ¿por qué hacerlo en un año teniendo la posibilidad de realizarlo en 8 días?, se pregunta. Es decir, ¿por qué obstinarse en la falta de humildad, por qué no reconocerla, por qué no dejar de culpar a otros, por qué no implorar el amor de Dios, por qué no sanar de una vez? Entonces andaríamos sin cargas gravosas.

Hay que dejar los miedos en manos de Dios, no ir «con tanto seso», con tanto cálculo, ni con tanto peso. En la falta de humildad cree Teresa está el daño de los que no van adelante, porque la peregrinación se hace penosa, porque vamos cargados «de esta tierra de nuestra miseria». Lo que hace adelantar la marcha es la humildad, pero nos invita a «que nos parezca que hemos andado pocos pasos», y que los ajenos nos parezcan presurosos. Teresa vuelve a recomendar el trato con personas de experiencia, «porque algunas cosas que nos parecen imposibles, viéndolas en otros tan posibles y con la suavidad que las llevan, anima mucho y parece que con su vuelo nos atrevemos a volar».

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