¿Porqué bautizamos a los niños?
Esta es probablemente (en compañía de las riquezas del Vaticano) una de las preguntas más frecuentes con respecto a nuestra fe. De hecho suele ser la justificación de la que se valen muchos padres para no bautizar a sus hijos y dejarles crecer como criaturas de Dios – con la misma dignidad que un perro o un gato – hasta que ellos crezcan y decidan lo que quieran hacer con sus vidas. Para comprender el Bautismo de los infantes, hay que tener en cuenta lo siguiente:
Ø No existe ningún pasaje bíblico que prohíba el bautismo de los niños.
Ø La capacidad de “razonar” no es un requisito para recibir la gracia del Bautismo.
Ø El Bautismo es mucho más que una acción simbólica, y debe ser entendido como tal.
El antiguo Testamento
Dios formó una Alianza con Abraham (y con su pueblo); en ella, la circuncisión era el signo de dicha Alianza. La circuncisión se realizaba ocho días después del nacimiento[1], lo que quiere decir que, el niño que tenía ocho días de recién nacido no decidía ni “escogía” por sí mismo una relación con Dios.
Cuando Cristo vino y marcó el inicio de la Nueva Alianza, el Bautismo reemplazó la circuncisión como el signo de la Alianza. El Bautismo cumplió con lo que la circuncisión significaba meramente. En ambas, tanto la Nueva como la Antigua Alianza, los padres tomaron la decisión por encima de sus hijos. Los niños podían luego confirmar la decisión por sí mismos.
A partir de la Nueva Alianza
“Después de haberse bautizado con toda su familia (…)”[2]
Vemos en las Escrituras, a los Apóstoles bautizando familias enteras (que incluye a los niños) en el nombre de Jesucristo[3]. Por otro lado, es importante no perder de vista cuál es el sentido real del Bautismo: liberarnos del pecado original. ¡Así es! No olvidemos que todos nacemos en situación de pecado y las Escrituras lo confirman y lo reiteran una y otra vez:
“Mira que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre”[4]
Desde hace más de dos mil años, las palabras del salmista nos recuerdan la realidad de que somos pecadores desde nuestro nacimiento a causa de nuestros primeros padres (Adán y Eva), y de allí la necesidad de restablecer esa unión con Dios. Así lo explica claramente san Pablo:
"Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron... En efecto, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos."[5]
Es decir, la miseria humana y la inclinación a pecar no son comprensibles si no es a través de la profundización en el pecado de Adán. Pecado que ha se nos ha transmitido de generación en generación y del cual hemos de ser libres a través de la gracia del Bautismo que nos abre las puertas del Cielo.
Mi pregunta aquí sería: ¿qué clase de padre no querría hacerle tanto bien a sus hijos, que lo priva de la gracia del Bautismo, y de la configuración con Cristo como hijo de Dios (y ya no como criatura)?
Bautismo: ¿en un río?
Finalmente, los protestantes gustan de esta práctica por cuanto su forma tan particular de estudiar las Escrituras, tomando toda acción de forma literal cuando conviene – como es el caso del Bautismo –, e ignorándola cuando no conviene – como es el caso de la Eucaristía como verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo –, les lleva a considerar que, dado que Juan Bautista y Cristo bautizaban en el Jordán, pues entonces deducen que así debe ser el Bautismo siempre.
Sin embargo, las Escrituras distan mucho de lo que muchos protestantes entienden con respecto al Bautismo y de que “debe” ser en un río. Claramente el día de Pentecostés fueron bautizadas 3000 personas en Jerusalén, y sabemos que en Jerusalén no había ningún río[6], también podemos recordar el caso de Cornelio que fue bautizado por Pedro en su propia casa (que evidentemente no era un río)[7], y así podríamos continuar con variedad de ejemplos que las Escrituras nos brindan, en donde la práctica protestante de bautizar en un río no responde a un mandato bíblico, sino a un afán por apegarse a una lectura literal e irracional de las Escrituras.
La realidad es que nosotros debemos hacer lo que Cristo mandó y no lo que hizo, pues de no ser así, habría que ayunar 40 días y 40 noches y – por supuesto – ceñirnos una corona de espinas y hacernos crucificar. Perdonarán el ejemplo absurdo, pero justamente prueba el punto que quiero dar a entender, pues las Escrituras deben ser meditadas y entendidas a la luz de la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, que no es otra cosa que la enseñanza de los Apóstoles.