El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo…
El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo…
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?” (Lc 6, 23-25) ¿Quería nos hiciéramos daño? Si Dios nos ama, ¿Por qué querría que nos hiciéramos daño? Lo que Cristo nos pide es que caminemos el camino de la santidad, que conlleva sacrificio.
De lo que se trata es de «perderse» para «encontrarse», conforme a las palabras evangélicas: «El que quiera salvar su vida la perderá; y el que por mi causa pierda su vida la hallará» (Mt 16, 25). Hay que desnudarse, en cierto modo, no sólo de todo lo creado, exterior a sí mismo, sino también, y sobre todo, hay que desnudarse del yo, pues esta desnudez atrae el descenso de Dios: «El alma tiene que permanecer en su desnudez, sin sentir ninguna necesidad; así es como, con ayuda de la igualdad, consigue el alma llegar a Dios. Porque nada une mejor que la igualdad, pues también Dios permanece en Su desnudez y sin ninguna necesidad...
La desnudez del alma coincide con la desnudez de Dios y Su simplicidad, que también es, por decirlo así, Su Pobreza, pues «Dios es la más pobre de las cosas, totalmente desnudo y libre: por eso digo con razón que la pobreza es divina». La Simplicidad, en Dios, es la otra cara de la unidad; y, en el alma, es la unificación de todas las potencias del ser para regresar primero al estado primordial, que es el «estado de infancia» y la «pequeñez» (Lc., 18, 17, 10-21; Mt., 11, 25 y 10 21; Mt., 11, 25), la unidad del punto primordial adonde regresa el movimiento de la multiplicidad, el punto central y la «puerta estrecha», por donde se pasa luego al «Reino de los cielos», lugar de la beatitud suprema: «El círculo de las cosas debe reducirse y anonadarse para que el de la Desnudez, ampliado y dilatado, abarque lo Infinito...
Mientras sigues preocupándote de ti mismo, o de lo que sea, ignoras el Ser de Dios». (Jean Hani, "Mitos, Ritos y Símbolos")
En Cuaresma tenemos un tiempo propicio para buscar la sencillez en la vida. Sencillez que conlleva dejar de sentirnos el centro del universo y poner a Dios justamente en el centro. Orar al Señor diciendo: “Señor, no soy el centro, el centro eres tú. He aquí tu humilde servidor Señor, sea tu Voluntad en mí”. Olvidarnos de lo grande, sabio, poderoso que podemos parecer. Todo eso son simples engaños y apariencias que no nos llevan más que a la desesperación. Cuando Cristo nos dice que seamos como niños (Mt 18, 3), nos pide justamente eso: ser sencillos y limpios de corazón (Mt 5, 8). Los que se creen sabios (Mt 11, 25) no pueden ver más allá de sus propias sombras agradadas en la noche. Cuando creemos que las alargadas sombras de la noche nos representan, estamos actuando como las doncellas necias, que olvidaron llenar sus lámparas con aceite (Mt 25, 113).
Cuaresma que nos pide ayunar de nosotros mismos para limpiar nuestro espíritu y poder ver un poco mejor a Dios en nosotros mismos y en los demás. Practicar la limosna, que no es más que dar consuelo material y espiritual a quien sufre, requiere ver a Dios en nuestros hermanos. Orar al Señor requiere saber que está cerca, dentro de nosotros, a nuestro lado. Por todo ello, el primer paso siempre es la sencillez y la humildad. No podemos olvidarlo.