Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Ideologías intraeclesiales y postmodernidad. M. Tenace

Ideologías intraeclesiales y postmodernidad. M. Tenace

por La divina proporción

Perdón por este post, más largo de los habitual y quizás un poco más complicado de leer. La octava de Navidad que nos lleva hasta el año nuevo, lo que propicia la reflexión desde el Misterio de la encarnación. Encarnación que en nuestro corazón, cuando permitimos que el Espíritu Santo entre el ilumine nuestro interior. Mirando el humilde portal de Belén, es fácil darse cuenta de que delante de Niño Dios se congregaron personas muy diversas con el fin de adorarle y ofrecerle regalos. ¿Quiénes eran, qué regalos portaban, cómo se vivió ese maravilloso momento? Tenemos a María y José, los animales junto la pesebre, los coros celestiales que daban gloria a Dios (Lc 2, 13), los pastores que fueron convocados por los ángeles, tres Sabios que vinieron confiados de Oriente. ¿Podría la Iglesia actual revivir esa diversidad de forma armónica y plena? Recordemos que lo que congregó a estas personas no fue nada humano, sino la presencia de Dios encarnado. 

En los últimos decenios, nuestra pastoral ha sido testigo de diversos intentos y experimentos que también han suscitando numerosas reacciones. A veces parece que fenómenos de la cultura mayoritaria hayan sido acogidos por los cristianos de manera inmediata, incluso a la manera del mundo, y se haya querido llevarlos al ámbito eclesial. Ahora bien, está claro que la gestión de las realidades eclesiales no puede ser conforme al mundo, sino que debe caracterizarse por un estilo conforme al hombre nuevo. Por tanto, el estilo también ha de hablar de redención y tener un modo espiritual. 

A menudo se puede ver cómo se propone un valor, típico incluso de la cultura evangélica, pero adoptado directamente por el mundo a la manera del mundo, por lo que en la Iglesia se convierten una ideología que lleva inmediatamente a la separación,  a las divisiones y partidismos. Ahora bien, es bastante comprensible que algunas grandes realidades no pueden hacer otra cosa que conmocionar y por tanto abrir el debate, incluso enfrentamientos, pero hay una característica que nunca puede faltar. […] …si se goza de un acompañamiento espiritual y una conciencia viva de la Iglesia y su memoria, la Tradición, entonces aunque nos hagamos promotores de una realidad e incluso luchemos por ella, tendremos en cuenta al otro que está concentrado en otro aspecto, porque el punto de partida de ambos es el mismo: Cristo y su obra de salvación. 

Esta ideologización también puede ser menos agresiva, mas refinada, pero quizá por eso más dañina. Sin sentir el flujo vivo de la Tradición, podemos estar tan absorbidos por lo que nos rodea y por los retos que creemos leer, que razonemos sólo en términos de reacción a ellos, sin considerar en absoluto la santidad de la Iglesia, que quizá en otro momento y en otro lugar integró y dio una respuesta al mismo reto que hoy está ante nosotros. Se llega, por tanto, a una especie de soledad que nos hace sentir cada vez más cansados y deprimidos, porque, a pesar de habernos reorganizado ya tantas veces, parece que no ha ocurrido nada en el campo de la relación hombre-Dios. 

Con la pérdida del sentido de la Tradición y la paternidad espiritual que capacitan para el discernimiento [juicio], creo que se puede explicar precisamente el hecho de que durante décadas se hayan debatido con vehemencia en nuestras comunidades cristianas temas que a veces eran irrelevantes y serán olvidados en pocos años, hasta el punto de haber hecho perder tiempo y energías y haber provocado la destrucción de relaciones interpersonales. Incluso aunque los temas hayan sido cuestiones serias, el modo ideológico de tratarlos impedía que se mantuviese viva la caridad. (Michelina Tenace, T. Spidlik et alt. Teología de la Evangelización desde el Belleza, III, 4-Tradición Memoria y Laboratorio para la Resurrección) 

Confieso que tengo alguna triste experiencia en el campo de los disensos eclesiales. He comprobado que los intentos por mantener la unidad a veces generan más sufrimiento que el alejamiento y la ruptura. El maligno sabe inducirnos a aceptar cualquier ideología hacerla parte de nosotros. Cuando confrontamos ideologías, sólo cabe la explosión y el alejamiento como mal menor. En ese momento la caridad deja de funcionar, ya que toda referencia que nos contradiga produce en nosotros odio y rechazo. El maligno nos hace creer que quien rechaza la idea humana que hemos aceptado como propia, no rechaza y menosprecia como persona. Esto se puede ver muy bien en las personas que tienden a etiquetar a los demás y después, asigna malas intenciones a las etiquetas. Quienes tienen en su boca la famosa frase “no juzgues”, pero no dejan pasar una para condenar a quien les contradice. 

¿Cuánto tiempo perdemos en estas rencillas innecesarias? ¿Qué sentido tiene la Iglesia para el que va confrontando y generando división? ¿Cuántas relaciones personales quedan destruidas por defender apariencias que esconden ausencia de caridad y cerrazón al Espíritu? Michelina Tenace señala una de las causas de todos estos problemas: “la pérdida del sentido de la Tradición y la paternidad espiritual que capacitan para el discernimiento”. Me atrevo a decir más, para algunos hermanos católicos, cuando una persona habla de tener juicio, discernimiento y entendimiento, empieza a ser considerada un peligro potencial. Si encima ejerce el juicio y señala, los problemas con caridad y sin ganas de separar, se le excluye de forma violenta y airada. 

Como es lógico, esto tiene sus efectos; en nosotros se instala “una especie de soledad que nos hace sentir cada vez más cansados y deprimidos”. Nos sentimos vencidos cada vez que aparece una grieta dentro de la Iglesia. Cada vez que un lazo de comunión queda roto, nos vamos sintiendo más y más solos. Terminamos por asumir que caminar unidos es imposible porque genera sufrimiento. Entones es cuando la postmodernidad entra en juego y se nos ofrece como panacea maravillosa: hagamos guetos eclesiales, grupitos homogéneos en apariencia y vacíos interiormente. Espacio donde se repiten las consignas y se mimetizan las apariencias, pero que carecen de vida interior verdadera. Cuando la plenitud del Espíritu aparece, se evidencia que todo es una pantomima, un simulacro con el que engañarnos y engañar a los demás. 

Esto nos lleva a ver los retos eclesiales como peligros personales y a pensar “sólo en términos de reacción a ellos, sin considerar en absoluto la santidad de la Iglesia”. El grupito cerrado parece la solución ideal y de hecho es lo que algunos nos ofrecen incluso desde dentro de la misma Iglesia. Eso de “vive y deja vivir”, se convierte en “cree lo que quieras y deja a los demás hacer los mismo”. La santidad deja de ser la respuesta y nos inventamos cientos de miles de herramientas humanas para ajustar la Iglesia al mundo. La postmodernidad está su apogeo: apariencias, excusas, complicidades, herramientas, retóricas,… se convierten en las nuevas “panaceas” que venden por las esquinas y elevan a sus creadores a la categoría de segundos salvadores llenos de aparente “misericordia” humana. La postmodernidad propicia la ideologización, que se ofrece como “menos agresiva, mas refinada, pero quizá por eso más dañina”. 

Creo conveniente poner un ejemplo: aceptar que lo que indica si se ha pecado es la “conciencia moral” de cada uno de nosotros. En otras palabras: ajustar el pecado a las complicidades colectivas y a los entendimientos que cada cual quiere tomar como válidos. De esa forma todo se justifica, se tapa la boca a los “pesados rigoristas” y se vive mucho más cómodo en complicidad mutua. Podemos ver que esto se ajusta la premisa enunciada por Michelina Tenace: “se propone un valor, típico incluso de la cultura evangélica, pero adoptado directamente por el mundo a la manera del mundo”. Esto sólo se puede lograr poniendo en el centro de la fe el gueto y la lejanía e indiferencia de Dios. La centralidad de la comunidad eclesial cerrada e la indiferencia de Dios, nos llevan directamente a convertirnos en cristianos agnósticos, socio-culturales y librepensadores. 

Volviendo al Portal de Belén y a todos los que se congregaron en torno al Niños Dios, podremos darnos cuenta que la armonía reinante no se basaba en la tolerancia mutua. Cada Mago de Oriente no “toleró” que los otros ofrecieran un don diferente al que el traía, ni sintió envidia de los demás. Tampoco miraron a lo Pastores como indeseables. Los Pastores no sintieron envidia y reclamaron imponer su pobreza a los demás. Los Ángeles no se sintieron rechazados por no estar en los primeros puestos delante del Niño Dios. Cada cual estaba es su lugar y ofreció los dones que Dios mismo les dio anteriormente. No existía enfrentamiento sino complementariedad. Cuanto tendríamos que aprender de esto: “aunque nos hagamos promotores de una realidad e incluso luchemos por ella, tendremos en cuenta al otro que está concentrado en otro aspecto, porque el punto de partida de ambos es el mismo: Cristo y su obra de salvación”. En el Portal de Belén Dios estaba presente y era en centro. No era un Dios indiferente o lejano.

¿Cómo traer al momento actual la vivencia de unidad del Portal? Necesitamos “acompañamiento espiritual y una conciencia viva de la Iglesia y su memoria, la Tradición”. Por ejemplo, reclamar la “conciencia moral” individual, como forma ideal para no pecar, es romper con la Tradición que Cristo mismo nos legó. La moral está bien definida y está claramente ligada a las manifestaciones externas. Una situación de pecado lo es, sea cual sea las complicidades que nos inventemos. Aceptemos que el orden que Dios nos ofrece es Voluntad de Dios mismo. ¿Qué respuesta tenemos ante el pecado que nos hace sufrir? La única respuesta es la santidad. No podemos ofrecer otras soluciones en base a estructuras alternativas a las que Dios ha inscrito en nosotros, por medio de la Ley Natura. 

Otro espacio donde la ideologización es muy peligrosa son las realidades eclesiales. Las que parten de carismas del Espíritu son un don de Dios y por lo tanto sólo pueden ser complementarias unas a otras. Nunca pueden estar en contraposición, discrepancia o antagonismo. No es sencillo gestionar estas realidades eclesiales, ya que las ideologías se filtran casi sin darnos cuenta. “La gestión de las realidades eclesiales no puede ser conforme al mundo, sino que debe caracterizarse por un estilo conforme al hombre nuevo.” ¿Qué es el hombre nuevo? 

Evidentemente el “hombre nuevo” no es el ser humano deconstruido por la postmodernidad. No es quien legisla para su interés, en contra de la Ley Natural. La justicia parte de la Voluntad de Dios no de la adaptación de la legislación humana. La “guetificación” de la Iglesia no resuelve nada, más bien ahonda las grietas que ya nos separan. Los problemas internos no se arreglan diciendo que la Iglesia es plural y que cada cual se una con quien mejor le parezca. El “hombre nuevo” es nuevo porque la santidad marca sus acciones. Santidad que es vivir en total libertad unido a al Voluntad de Dios. Vivir en guetos no propicia vivir la fe con verdadera libertad. 

Delante del Portal de Belén, deberíamos estar presentes todos, unidos en la Revelación de Dios, cada cual aportando los dones que Dios les ha dado, sin sentir envidias ni recelos, centrándonos en la Clave de Bóveda, la Piedra que da solidez a la Iglesia: Cristo. Los segundos salvadores, que se apunten en las oficinas de búsqueda de empleo en el 2016. Necesitamos que Cristo reine en la tierra como reina en los Cielos.
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