Lunes, 23 de diciembre de 2024

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La única meta de nuestra vida

por Angel David Martín Rubio

«Si tu mano te escandaliza, córtala... Y si tu pie te escandaliza, córtalo... Y si tu ojo te escandaliza, sácalo... Más vale entrar manco, cojo o tuerto en el Reino que ser echado en el infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga». El Evangelio de la Misa de este Domingo (Mc 9, 38-41) vuelve a poner una vez más en nuestro horizonte la salvación eterna la meta que Dios mismo nos ha propuesto, el Cielo. Para alcanzarlo debemos apartar todo lo que se interponga en el camino, por muy valioso o atractivo que pueda parecer. Todo debe ser subordinado a la única meta de nuestra vida: llegar a Dios, y si algo en vez de ser ayuda es obstáculo, hemos de esforzarnos, tenemos que luchar pues hay que pasar por una puerta estrecha como dice Jesús en otro lugar.

La salvación es un misterio. Cristo no quiso contestar cuando le preguntaron si se condenan o se salvan muchos (Lc 13, 22-30). Una cosa sin embargo queda como verdadera: hay condenados y hay elegidos. El infierno es una verdadera posibilidad real para cada uno de los hombres que vivimos en la tierra. No podemos caer en el error de los judíos y presuponer una especie de automatismo de la salvación. Todo difunto, en grado mayor o menor, ha sido ciertamente pecador en su vida terrena y, al morir, es objeto del juicio de Dios. Por ello, con respecto al destino concreto después de la muerte de cada hombre nos encontramos con un verdadero misterio que hay que respetar y que nos sobrecoge.

Como en el banquete de aquella parábola cuyas puertas se cierran y ya no se puede entrar (Mateo 25, 113), también el cristiano debe ser consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que es única. Precisamente por ello no puede dejarla pasar inútilmente, sino que ha de tener en ella aquel comportamiento santo que corresponde a su ser de cristiano y que le es posible con el auxilio de la gracia. La misma realidad del pecado que ha existido y existe en su vida, exige que el cristiano, mirando al futuro, reaccione para recuperar el tiempo ya perdido.

Es bastante corriente pensar en dejar el negocio de la salvación para los últimos momentos cuando ya se ve la muerte cercana pero ¿Quién nos asegura que Dios aguardará a que nos parezca bien dedicarle nuestra atención? ¿No podría retirarnos su gracia? ¿Estará entonces la puerta abierta? Es preciso estar vigilante, sin distraerse ni dormirse un momento; vivir siempre en estado de gracia para que la muerte no nos sorprenda recordando la advertencia del mismo Cristo: «Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12,40)

El negocio de la salvación es lo único importante en el mundo: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta» (Mt 16, 24-27).

Veamos si hay algo en nuestra vida que nos separa del Señor, en lo que no luchamos como deberíamos; examinemos si evitamos toda ocasión próxima de pecar; si pedimos con frecuencia a la Virgen que nos dé un profundo horror a todo pecado… No olvidemos que este camino estrecho tiene un término, el cielo, que es algo inmensamente grande, para siempre. El cristiano ha de vivir la virtud de la esperanza como motor de su propia vida espiritual y ha de moverse a impulsos de ella hacia la meta de la bienaventuranza celeste. Acudamos a la Virgen Santísima: para que nos lleve de la mano por el camino seguro que termina en la eterna felicidad del Cielo.

 

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