La vida en el señorío de Pelagio
Qué fácilmente nos vamos por las ramas y nos olvidamos del tronco. Qué fácilmente nos vamos por la música y nos olvidamos del Señor de la música. Qué fácilmente nos quedamos con los carismas y nos olvidamos del Señor de los carismas; y qué fácilmente nos quedamos con el avivamiento y nos olvidamos del Señor del avivamiento.
El cristianismo se resume en el Señorío de Cristo, pero nos gusta ser señores de nuestra vida, tanto que lo que un día entregamos en un subidón de fe, luego lo retiramos poco a poco, gramo a gramo, hasta vaciar aquella entrega de contenido por más que formalmente siga estando repleta de sustancia... cŕeanme que lo digo desde la experiencia propia, no como quien ve la paja en el ojo ajeno.
Somos así de cortos en nuestro mirar, en nuestro amar y en nuestro sentir. Nos gustan las iglesias a nuestra medida, las renovaciones a nuestra medida, las entregas a nuestra medida.
En el fondo solo queremos entender las cosas desde nosotros porque nos da vértigo entregarnos a quien todo lo entiende y todo lo puede, y simplemente confiar.
No es de extrañar que en esta lógica cuando llega el pobre, el hermano necesitado, o simplemente el amigo del ministerio de al lado, guardemos lo nuestro no vaya a ser que lo vayamos a perder. En el fondo calculamos... y encima lo hacemos tan torpemente que solo sabemos sumar y restar, ni siquiera consideramos la posibilidad de multiplicar.
Y el Reino de Dios es de los que pierden y los que multiplican, no de los que guardan para sumar y restar.
Somos señores de nuestro miedo, amigos de nuestro vértigo, colaboradores necesarios de nuestra mediocridad y cómplices de nuestra impiedad. Y todo porque en el fondo seguimos creyendo en las obras, en que podemos merecer, en que nuestros ceros, si son muchos, engordarán nuestra cuenta hasta el punto de que seremos el más rico de todo el cementerio…
No se trata de riquezas, de cosas materiales. También nuestro hombre religioso y afectado en piedad se ha convertido en nuestro ídolo. No soportamos nuestro pecado, ni que Dios nos quiera gratuitamente y constantemente nos esforzamos por tapar lo que Dios redimió, ocultando nuestras verguenzas que ya fueron lavadas en la cruz, afectándonos de piedad y pelagianismo, para construirnos un reducto de seguridad en el que nos sintamos a salvo de la desnudez existencial en la que hemos nacido y también moriremos un día.
Morir sólo es morir, morir pasa. Lo que no se despega fácilmente, lo que no se suelta ni a tiros, es el impulso del control, la necesidad de acaparar, la apelación a las falsas seguridades. El único antídoto es el Evangelio y su lógica, Jesucristo y su locura, la radicalidad de quien ama y no atiende a razones ni a comodidades personales. Sin Él estamos perdidos… a nosotros mismos. Todo lo que no le demos se perderá, todo lo que le entreguemos se salvará. Es simple, es un programa de vida y entrega… y sólo por gracia podemos vivir así, aunque nos caigamos mil veces y nos tengamos que volver a levantar.