Alergia a los milagros
Se inició este verano del 2015 con la resurrección de Renan y su milagro de la multiplicación de los panes y los peces reducido a una corriente de solidaridad, un bonito ejemplo con efectos multiplicadores. En mi caso, continuó, aún en Barcelona, con un sacerdote que nos explicó, con un deje de autosuficiencia, que la tormenta que apaciguó Jesús no debía de ser tal, pues no era creíble que en medio de aquel oleaje el Mesías se hubiera echado una siesta: o fue una vulgar ventisca que asustó a unos temerosos apóstoles o en realidad Jesús se hacía el dormido para gastarles una broma de dudoso gusto. En cualquier caso, remataba el buen sacerdote, lo importante es que el evangelista, a través de esta escena improbable, nos quiere decir que hay que confiar en Jesús, aun cuando parece que no está muy atento a lo que nos sucede.
Llegado ya a mi veraneo gallego, la primera homilía que me asalta (también en este caso por un buen sacerdote, fiel y cumplidor hasta el extremo, que se pasa el fin de semana de parroquia en parroquia por causa de la escasez de vocaciones) insiste en este prurito actual y clerical de negar toda posibilidad de milagro. En esta ocasión le tocó el turno al maná y a las codornices que envía Yahvé a su quejoso pueblo. Puntualización del buen sacerdote: es probable que haya una explicación natural para el maná y las codornices que caían a los pies de los israelitas (una epidemia súbita, por ejemplo), pero lo que importa es lo que nos quiere transmitir la Biblia, que Dios siempre nos cuida. La Biblia sería una colección de mentiras piadosas, cuentecillos fantasiosos pero, eso sí, bienintencionados.
Insisto: llama poderosamente la atención el reiterado rechazo actual a admitir que Dios puede hacer milagros y que, de hecho, los hizo y los sigue haciendo. Es como si hablar de milagros fuera de mal tono entre los clérigos de hoy en día.
Pero tranquilos, como me decía mi esposa, por suerte nadie escucha las homilías. ¡Benditas megafonías defectuosas! ¡Benditos lenguajes ampulosos y pedantes! ¡Benditos tonos soporíferos! No sabéis cuántas almas os deben la perseverancia en la fe.
Llegado ya a mi veraneo gallego, la primera homilía que me asalta (también en este caso por un buen sacerdote, fiel y cumplidor hasta el extremo, que se pasa el fin de semana de parroquia en parroquia por causa de la escasez de vocaciones) insiste en este prurito actual y clerical de negar toda posibilidad de milagro. En esta ocasión le tocó el turno al maná y a las codornices que envía Yahvé a su quejoso pueblo. Puntualización del buen sacerdote: es probable que haya una explicación natural para el maná y las codornices que caían a los pies de los israelitas (una epidemia súbita, por ejemplo), pero lo que importa es lo que nos quiere transmitir la Biblia, que Dios siempre nos cuida. La Biblia sería una colección de mentiras piadosas, cuentecillos fantasiosos pero, eso sí, bienintencionados.
Insisto: llama poderosamente la atención el reiterado rechazo actual a admitir que Dios puede hacer milagros y que, de hecho, los hizo y los sigue haciendo. Es como si hablar de milagros fuera de mal tono entre los clérigos de hoy en día.
Pero tranquilos, como me decía mi esposa, por suerte nadie escucha las homilías. ¡Benditas megafonías defectuosas! ¡Benditos lenguajes ampulosos y pedantes! ¡Benditos tonos soporíferos! No sabéis cuántas almas os deben la perseverancia en la fe.
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