Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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¿Al coro o a la peluquería?

por Angel David Martín Rubio

Cuando ya parecía que estaba agotada nuestra capacidad de asombro, ha causado indignación y escándalo el reportaje emitido por TVE en el que bajo un epígrafe escasamente apropiado al tratamiento del asunto (“Mujeres de Dios”), la cámaras han servido de portavoz a unas monjas viejas y feas que defienden el aborto, el preservativo y reclaman el sacerdocio femenino (les ahorro a mis lectores el enlace al video del programa).

Ya sabemos que estas señoras no son representativas de todo lo que en la Iglesia supone la vida religiosa. Que hay ¿muchas? monjas que viven entregadas a una vida de perfección y profesan la fe católica. Pero no es menos cierto que, hasta en diócesis que difícilmente sabríamos situar sobre el mapa, hay otras muchas (éstas sí que son muchas y además se hacen notar) que, al igual, que las “monjas de la tele”, se sienten maltratadas por el machismo eclesiástico, exigen la ordenación para las mujeres o se dedican a la acción social(-ista). El panorama tampoco resulta exclusivo de la vida religiosa femenina porque un discurso semejante se puede escuchar en la boca de otros muchos religiosos, sacerdotes y seglares.

La sana reacción provocada por este disparate va desde solicitar la intervención de la autoridad de la Iglesia (“Aunque, ¿existe? ¿Estamos pidiendo peras al olmo?”, se pregunta uno de los “bloggers” más visitados y comentados) a pedirles que se vayan si no están contentas. La mayoría se inclina a pensar que estamos ante un simple abuso disciplinar que se remedia con la aplicación de medidas canónicas pero no he encontrado a nadie que se remonte a las raíces del problema y que se pregunte si lo ocurrido no se explica mejor como consecuencia de una desviación que afecta a la Iglesia en general y lo hace aún con mayor virulencia en aquellos de sus miembros que, a través de la profesión de los consejos evangélicos, han abrazado lo que antes se llamaba “estado de perfección”. En el fondo aquí reside la clave del problema porque siendo así, es vano esperar una reacción por parte de aquéllos que no son simplemente víctimas de una crisis sino que ellos mismos “son” la crisis. Esta perspectiva impide también centrar el análisis en aspectos secundarios y fácilmente polémicos como puede ser la cuestión del hábito o dejarse deslumbrar por la aparente fecundidad de ciertas prácticas de religiosidad todo lo intensas que se quiera pero alejadas de la tradición y de la fe de la Iglesia.

La decadencia de la vida religiosa que ha seguido a la puesta en práctica de las iniciativas promovidas desde que tuvo lugar la Asamblea Conciliar clausurada en 1965 no radica solo en la desproporcionada reducción del número de sus miembros como consecuencia de las deserciones y de falta de relevo sino que consiste, sobre todo, en la variación de los criterios que regulan la vida de los diversos institutos cuyas constituciones y reglas fueron reformadas siempre con más efectos destructivos que constructivos. Alguien tan poco sospechoso de “tradicionalismo” como el Cardenal Daniélou, dio la siguiente respuesta al preguntarle en 1976 sobre la existencia de una crisis de la vida religiosa: «Pienso que hay actualmente una crisis muy grave de la vida religiosa y que no se puede hablar de renovación, sino más bien de decadencia». Y encuentra la causa en la desnaturalización de los consejos evangélicos.

Una prueba de que lo que acabamos de decir no es una exageración de las mías la encontramos en que la reforma posterior al Vaticano Segundo desafía la norma general que estos procesos han seguido en la tradición y en la historia de la Iglesia. Todas las reformas nacen como reacción frente a la relajación y son expresión del deseo de una vida más espiritual, orante y austera. Así ocurre, por ejemplo, con los franciscanos: de los Menores salieron los Observantes y aún después los Reformados y los Capuchinos, siempre con un movimiento ascendente de mayor severidad y separación del mundo. Ahora, por el contrario y por primera vez, se ha buscado de manera consciente una relajación de la disciplina y una confusión cada vez mayor con el mundo. Esto se manifiesta, no solo en el abandono del hábito, sino, sobre todo, en la adopción de formas de vida autónoma e independiente propias de la vida secular. «La tendencia según la cual se reforma hoy la vida religiosa es paralela a la tendencia con la que se reforma el sacerdocio. En éste es la olvido de la distancia entre sacerdocio sacramental y sacerdocio común de los fieles, en aquélla es la anulación de la distancia entre estado de perfección y estado común. Se destiñe y diluye lo específico de la vida religiosa, sea en la mentalidad o sea en la práctica» (Romano Amerio, Iota Unum).

El olvido de la referencia sobrenatural y escatológica propia de la vida religiosa lleva a poner el horizonte de las acciones propias en lo puramente intramundano. Lejos de representar un camino de santificación que afecta, en primer lugar, a la persona que libremente adopta esa forma de vida, se nos ha inculcado por activa y por pasiva que el nuevo fin asignado a la vida religiosa es el servicio al hombre más que el servicio a Dios (o bien el servicio al hombre identificado con el servicio a Dios). No en vano se ha llegado a proclamar que la renovación «hunde sus raíces no tanto en ciertos cambios más superficiales que sustanciales, sino en la auténtica revolución copernicana acaecida con el modo concreto con el que hoy los miembros de los Institutos se interrogan a sí mismos como religiosos» (afirmación hecha en el congreso de la Unión de Superiores generales, que tuvo lugar en Grottaferrata en mayo de 1981 con la presencia del Cardenal Pironio).

No hay otra alternativa que deshacer las causas y los efectos de esta revolución copernicana para volver a reconstruir la vida religiosa sobre sus propios fundamentos. Todo lo que no pase por este camino serán puras exigencias disciplinares que (como se ha demostrado en algún caso reciente y especialmente doloroso) lejos de renovar la vida religiosa, la encenagan en su propia corrupción.

 

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