¿Juzgar o no juzgar? Ahí está el dilema.
¿Juzgar o no juzgar? Ahí está el dilema.
La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1807)
Sí. Lamento decirlo, pero la justicia es una virtud moral, aparte de cardinal. Pero ¿Qué es una virtud?
La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas. «El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (San Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, oratio 1). (Catecismo de la Iglesia Católica, 1803)
Dios es justo para poder ser después misericordioso. Hay que releer las Parábolas del Reino para darse cuenta de esto. Pero ¿Cómo adquirir esta virtud para disfrutar de los frutos que trae a nuestra vida?
Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien. Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1804)
La justicia es lo que nos permite tener entendimiento de lo que sucede dentro y fuera de nosotros. Nos permite juzgar y comprender las causas que producen el bien y el mal. Pero la justicia necesita de la prudencia para que el juicio sea realmente bueno.
La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1810)
La justicia no es algo condenable. Cristo no la condena en ninguna parte del Evangelio. A quien entiende lo que sucede y actúa con prudencia, templanza y caridad, es una persona juiciosa. Ser juicioso es ser capaz de valorar en la justa medida (Divina Proporción) lo que sucede a su alrededor. Determinar y delimitar las causas sin dejar de dar al hermano un trato caritativo y cercano. La justicia no implica condena, sino dar a cada cual lo que merece y necesita. Otra cosa es que la persona no acepte que necesita algo y rechace la justicia.
Ser juicioso conlleva saber qué límites tiene la naturaleza humana y verlos primero en sí mismo. Saber que los errores que puede ver en los demás son los mismos que lleva consigo. No siempre es prudente comunicar juicios sobre otras personas, ya que muchas personas rechazan que se les señalemos sus errores, aunque les recalquemos que son los mismos que nosotros tenemos.
La justicia necesita de la prudencia, pero la misma prudencia deber ser atemperada, por la templanza. Quien se pasa de prudente se convierte en indiferente y se deja llevar por el buenismo tan de moda. Lo típico es solicitarnos indiferencia de forma más o menos violenta y airada. “¿Quién eres tu para juzgarme?” es la frase más popular actualmente. Este es un peligro muy actual: rechazar la justicia, el juicio y la necesidad de actuar en consecuencia. Quedarnos en el cómodo y tranquilo “todo vale” que pregona el relativismo.