El descanso y el trabajo
Precisamente porque estamos ya en periodo estival, donde las vacaciones o se disfrutan o se esperan como inmediatas, puede ser interesante darle vueltas al concepto que tenemos del trabajo. Tanto escucho últimamente la palabra jubilarse, bien por parte de los que van a hacerlo pronto, bien por la quienes desconfian de que puedan hacerlo algún día, que parece más propio del ser humano jubirlarse que trabajar. Sin embargo, nos dice el primer libro de la Biblia que tras la creación del hombre Dios le encomendó que “labrase y cuidase” el jardín de Edén (Génesis, 2: 15). Por tanto, desde el inicio de la existencia human, y no sólo como conecuencia del pecado original, estaba previsto que trabajáramos. En este relato de la Creación, Dios concede a los primeros hombre y mujer la tarea de colaborar con él en el desarrollo de la Creación. Ese es el sentido último del trabajo para un creyente: culminar lo que Dios ha querido dejar inconcluso, permitiéndonos transformarlo. Dios nos hace partícipes de la Creación, aunque nosotros no creamos propiamente, sino que transformamos, dando belleza o utilidad a lo que ya existe.
Puesto que participa de la obra creadora de Dios, cualquier trabajo hecho cara a Dios siempre es fecundo para un cristiano, ya que contribuye a acrecentar la tarea creadora, siempre que, claro está, pueda decirse de esa actividad, como de la Creación original, “y vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis, 1: 31).
Como consecuencia del desorden que introdujo el primer pecado de Adán y Eva, y de la pérdida de la armonía original entre el ser humano y el resto de la creación, el trabajo humano se asocia al esfuerzo, se convierte a veces en contrariedad: “con fatiga sacarás del suelo el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Génesis, 3: 1719). Siguiendo el texto sagrado, ese sudor y cansancio que acompañan el trabajo de tantos seres humanos no son parte del designio original de Dios, sino consecuencia del desorden introducido por el ser humano. Ahora el trabajo es sinónimo de esfuerzo, cansancio, fatiga, y tantas veces de contradicción, de dolor. Muchas personas –tal vez la inmensa mayoría— no trabajan en tareas que les resulten atrayentes, sino en labores mecánicas, arduas, poco gratificantes o directamente denigrantes. En conclusión, el trabajo les resulta tedioso, una obligación difícilmente asumida, que sólo se acepta porque supone un medio para conseguir el sustento propio o familiar.
Un cristiano debería tener una visión algo más excelsa del trabajo. Los seres humanos, por privilegio que Dios nos confiere, somos los únicos seres creados que tienen capacidad de transformar cosas, de inventar nuevos utensilios, de construir bellos edificios, de producir obras de arte o simplemente de ayudar a la naturaleza a generar más alimentos.
Del tronco de un árbol podemos generar un asiento confortable, construir un vehículo para navegar, sustentar un lugar para alojarnos, extraer papel para escribir o formar un instrumento para obtener sonidos musicales. Las fronteras de nuestro trabajo, de nuestro perfeccionamiento de la Creación son muy amplias. Además, el trabajo nos mejora, nos fortalece interiormente, nos brinda relaciones sociales, nos permite ayudar a los demás con nuestro servicio.
A estos argumentos podemos añadir otra razón todavía de mayor peso. El trabajo profesional para un cristiano es su marco de santidad, porque estamos imitando al mismo Jesucristo, quien pasó la mayor parte de su vida trabajando. Aunque los textos del Evangelio nos narran principalmente los acontecimientos de la denominada vida pública de Jesús, cuando decide dedicarse por completo a predicar el Reino de Dios, no hemos de pasar por alto que a esa etapa anteceden casi treinta años de vida, que podemos calificar como normal y corriente. Habitualmente se denomina a esta etapa la vida oculta de Cristo, lo que no quiere decir que la viviera encerrado en una cueva o que fuera eremita, sino simplemente que no fue una vida conocida públicamente más allá de su entorno familiar y vecinal inmediato. Jesús era un artesano más, aunque sería el mejor, porque haría su trabajo con perfección humana y con la vista puesta en el servicio a los demás. Por eso cualquier cristiano, imitando esa vida de trabajo de Cristo hacen lo mismo que hizo El en su paso por esta tierra: santificarla, convirtiendo en sublime lo que parece ordinario.
Puesto que participa de la obra creadora de Dios, cualquier trabajo hecho cara a Dios siempre es fecundo para un cristiano, ya que contribuye a acrecentar la tarea creadora, siempre que, claro está, pueda decirse de esa actividad, como de la Creación original, “y vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis, 1: 31).
Como consecuencia del desorden que introdujo el primer pecado de Adán y Eva, y de la pérdida de la armonía original entre el ser humano y el resto de la creación, el trabajo humano se asocia al esfuerzo, se convierte a veces en contrariedad: “con fatiga sacarás del suelo el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Génesis, 3: 1719). Siguiendo el texto sagrado, ese sudor y cansancio que acompañan el trabajo de tantos seres humanos no son parte del designio original de Dios, sino consecuencia del desorden introducido por el ser humano. Ahora el trabajo es sinónimo de esfuerzo, cansancio, fatiga, y tantas veces de contradicción, de dolor. Muchas personas –tal vez la inmensa mayoría— no trabajan en tareas que les resulten atrayentes, sino en labores mecánicas, arduas, poco gratificantes o directamente denigrantes. En conclusión, el trabajo les resulta tedioso, una obligación difícilmente asumida, que sólo se acepta porque supone un medio para conseguir el sustento propio o familiar.
Un cristiano debería tener una visión algo más excelsa del trabajo. Los seres humanos, por privilegio que Dios nos confiere, somos los únicos seres creados que tienen capacidad de transformar cosas, de inventar nuevos utensilios, de construir bellos edificios, de producir obras de arte o simplemente de ayudar a la naturaleza a generar más alimentos.
Del tronco de un árbol podemos generar un asiento confortable, construir un vehículo para navegar, sustentar un lugar para alojarnos, extraer papel para escribir o formar un instrumento para obtener sonidos musicales. Las fronteras de nuestro trabajo, de nuestro perfeccionamiento de la Creación son muy amplias. Además, el trabajo nos mejora, nos fortalece interiormente, nos brinda relaciones sociales, nos permite ayudar a los demás con nuestro servicio.
A estos argumentos podemos añadir otra razón todavía de mayor peso. El trabajo profesional para un cristiano es su marco de santidad, porque estamos imitando al mismo Jesucristo, quien pasó la mayor parte de su vida trabajando. Aunque los textos del Evangelio nos narran principalmente los acontecimientos de la denominada vida pública de Jesús, cuando decide dedicarse por completo a predicar el Reino de Dios, no hemos de pasar por alto que a esa etapa anteceden casi treinta años de vida, que podemos calificar como normal y corriente. Habitualmente se denomina a esta etapa la vida oculta de Cristo, lo que no quiere decir que la viviera encerrado en una cueva o que fuera eremita, sino simplemente que no fue una vida conocida públicamente más allá de su entorno familiar y vecinal inmediato. Jesús era un artesano más, aunque sería el mejor, porque haría su trabajo con perfección humana y con la vista puesta en el servicio a los demás. Por eso cualquier cristiano, imitando esa vida de trabajo de Cristo hacen lo mismo que hizo El en su paso por esta tierra: santificarla, convirtiendo en sublime lo que parece ordinario.
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