Pensar con un embudo
Cuando se utiliza coloquialmente el término idealista, suele hacerse referencia a una persona que tiene una visión magnánima de las cosas, en cuestiones de gran calado, que son difíciles de conseguir para que valen la pena el esfuerzo. Ser idealista, en este sentido, es propio de la juventud todavía poco contaminada por el pragmatismo.
Pero también podemos utilizar el término idealista con un enfoque más filosófico, refieriéndonos a una teoría del conocimiento que, en pocas palabras, supone que todo lo que conocemos es fruto de unos esquemas mentales que permiten hacer la realidad externa inteligible. Frente al realismo filosófico, que asume que conocemos porque el exterior nos impacta y, por tanto, es la realidad externa a nosotros el criterio último de verdad, el idealismo -principalmente de origen alemán, de la mano de Kant y Hegel- considera que solo podemos conocer porque tenemos unas categorías mentales que nos permiten dar sentido a las experiencias externas, de ahí que en este caso sea nuestro interior el protagonista. En definitiva, todo pasa por nuestro embudo mental, y lo que queda fuera de él, simplemente no existe. Aunque nadie haya leído directamente a Kant y Hegel, lo cual por otra parte no resulta nada asequible, lo cierto es que vivimos en un estado cultural profundamente idealista, en donde tendemos a interpretar la realidad con nuestros esquemas mentales.
Pensaba en estas cuestiones estos días pasados en donde me han invitado a presentar la encíclica Laudato si en algunos foros, algunos de ellos de orientación católica. En esos ambientes parecería lógico esperar una recepción cordial del documento, preguntarse qué mensaje quiere transmitirnos el Papa, por qué, y cómo adaptarlo a la propia vida: en definitiva, dejarse interpelar por el documento en lugar de interpretarlo siguiendo unos esquemas preconcebidos. Espero que, al menos en algunos de los que consigan leer la encíclica, esa interpelación domine sobre la interpretación o, dicho de otra forma, en lugar de ningunear al mensaje, o adaptarlo a sus propias ideas, los lectores reflexionen sobre cómo aplicarlo a su propia concepción del mundo, a replantearse si esa concepción es compatible con las consecuencias de su fe cristiana en terrenos que a priori puedan considerar menos vinculados a la fe. Decía el cardenal Turkson -uno de los que más han ayudado al Papa en la redacción de la encíclica- que la fe cristiana no es como la mermelada, que se pone encima del pan, pero que puede quitarse si el sabor no acaba de convencernos, sino algo que impregna completamente el alimento (la sal de la tierra, decía Jesucristo). Esto vale para la concepción de los sacramentos, para los dogmas de fe y para la doctrina social de la Iglesia. Recibir un documento del Papa con la expectación y alegría propia de quien recibe un consejo de un padre sabio y santo es una actitud muy propia de un católico convencido de su fe, ya hable del aborto, de la pobreza, de la familia o del ambiente. Por cierto, la Laudato si habla de todas estas cosas.
Pero también podemos utilizar el término idealista con un enfoque más filosófico, refieriéndonos a una teoría del conocimiento que, en pocas palabras, supone que todo lo que conocemos es fruto de unos esquemas mentales que permiten hacer la realidad externa inteligible. Frente al realismo filosófico, que asume que conocemos porque el exterior nos impacta y, por tanto, es la realidad externa a nosotros el criterio último de verdad, el idealismo -principalmente de origen alemán, de la mano de Kant y Hegel- considera que solo podemos conocer porque tenemos unas categorías mentales que nos permiten dar sentido a las experiencias externas, de ahí que en este caso sea nuestro interior el protagonista. En definitiva, todo pasa por nuestro embudo mental, y lo que queda fuera de él, simplemente no existe. Aunque nadie haya leído directamente a Kant y Hegel, lo cual por otra parte no resulta nada asequible, lo cierto es que vivimos en un estado cultural profundamente idealista, en donde tendemos a interpretar la realidad con nuestros esquemas mentales.
Pensaba en estas cuestiones estos días pasados en donde me han invitado a presentar la encíclica Laudato si en algunos foros, algunos de ellos de orientación católica. En esos ambientes parecería lógico esperar una recepción cordial del documento, preguntarse qué mensaje quiere transmitirnos el Papa, por qué, y cómo adaptarlo a la propia vida: en definitiva, dejarse interpelar por el documento en lugar de interpretarlo siguiendo unos esquemas preconcebidos. Espero que, al menos en algunos de los que consigan leer la encíclica, esa interpelación domine sobre la interpretación o, dicho de otra forma, en lugar de ningunear al mensaje, o adaptarlo a sus propias ideas, los lectores reflexionen sobre cómo aplicarlo a su propia concepción del mundo, a replantearse si esa concepción es compatible con las consecuencias de su fe cristiana en terrenos que a priori puedan considerar menos vinculados a la fe. Decía el cardenal Turkson -uno de los que más han ayudado al Papa en la redacción de la encíclica- que la fe cristiana no es como la mermelada, que se pone encima del pan, pero que puede quitarse si el sabor no acaba de convencernos, sino algo que impregna completamente el alimento (la sal de la tierra, decía Jesucristo). Esto vale para la concepción de los sacramentos, para los dogmas de fe y para la doctrina social de la Iglesia. Recibir un documento del Papa con la expectación y alegría propia de quien recibe un consejo de un padre sabio y santo es una actitud muy propia de un católico convencido de su fe, ya hable del aborto, de la pobreza, de la familia o del ambiente. Por cierto, la Laudato si habla de todas estas cosas.
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