LAS FLORES Y EL ARROZ DE LA EDUCACIÓN
Cerca de mi casa hay una floristería que siempre me ha llamado la atención por la hermosura de las plantas que ofrece: ese verdor y brillo que nunca conseguí con las mías, la variedad de cromatismo y de especies: las habituales y las exóticas, algunas preciosas, pero con marcado carácter efímero y las que ofrecen una presumible resistencia dentro de su humilde belleza. Sin embargo, un día festivo, cuando estaba cerrada y parecía que faltaba una nota de color y de alegría en ese tramo de la calle, saltó la sorpresa. La desnudez de su fachada, sin la exhibición de color y perfume, sólo quedaba compensada por una frase grabada en la pared que brillaba en medio de la pared. La sentencia, atribuida a Confucio, dice lo siguiente: “¿Me preguntas por qué compro arroz y flores? El arroz es para vivir, las flores para tener algo por lo que vivir”.
Desde entonces he asociado muchas veces esta frase a la tarea educativa. Son muchos los conocimientos, destrezas y competencias que intentamos inculcar a nuestros niños y jóvenes. Objetivos sin duda alguna loables y necesarios puesto que la especie humana es la única cuya herencia genética no le basta para sobrevivir y mucho menos para vivir como ser plenamente humano. Ni el andar erguido, ni el habla, ni el pensamiento, ni los sentimientos, ni las relaciones pueden desarrollarse sin el concurso de los demás, sin recibir la herencia cultural que es, en última instancia, en lo que consiste la educación.
Entre esas destrezas están todos los saberes, desde los más humildes hasta los más sofisticados, desde las habilidades técnicas, hasta las científicas y culturales, como la historia, el arte, la filosofía etc. Es necesario recordar hoy día esta graduación de saberes cuando las humanidades parecen que están perdiendo presencia en la formación obligatoria pero también en la universitaria donde han desaparecido sin que nadie levantase en su momento la voz. Con frecuencia, asistimos al lamentable espectáculo que producen hornadas de universitarios que en el mejor de los casos son “microsabios” de su materia pero “macroignorantes” de todo lo demás.
Estos saberes utilitarios no son los más importantes para la humanidad. El desarrollo tecnológico, incluso los saberes científicos o sociales, sin el conocimiento ético, pueden generar monstruos. Tras la experiencia del “racional” siglo XX, sabemos que los campos de concentración y determinadas ideologías, aunque propiciaron el desarrollo científico y tecnológico, fueron creadores de infiernos que costaron cientos de millones de vida. Datos que no podemos olvidar ni dejar de enseñar en el siglo XXI, en la denominada sociedad de la información.
Hoy en día es, más que necesario, casi imprescindible, dominar las nuevas tecnologías, pero la información sólo adquiere su sentido cuando se convierte en conocimiento lo cual supone la criba de esa información sometida a criterios firmes. Es la diferencia entre la información plana que suministra la red y el conocimiento de los especialistas que saben distinguir lo verdadero de lo falso, por muy popular que sea. Entre estos criterios están lógicamente los éticos, que, en tiempos de relativismo, como los actuales, suelen quedar disueltos en las modas intelectuales o culturales propiciadas de modo hegemónico por los medios de comunicación y las redes sociales. En realidad, no es que desaparezcan los criterios morales, sino que son sustituidos por otros de escasa consistencia y coherencia moral.
Pero la educación no alcanza su plenitud sin determinados conocimientos, aquellos que dan sentido a la vida y sin los cuales el hombre se convierte en un mero consumidor de necesidades tan efímeras como insatisfactorias. Saberes de sentido que, como luces en el horizonte, justifican los esfuerzos del presente. Es lo que los clásicos denominaban “sabiduría”. Esta consiste en la coherencia y organización de todos los conocimientos previos, incluida la información bajo unos principios que dan sentido a la vida.
Como dice V. Frankl, el hombre es el único animal que cuando pierde el sentido enferma. Su obra “El hombre en busca de sentido” es un clásico que merece la pena releer y donde las vivencias de un campo de concentración nos muestran que “no sólo de pan vive el hombre”.
La sociedad occidental, superflua, insatisfecha y caprichosa donde los nuevos templos son los centros comerciales, son el modelo perfecto del consumismo desenfrenado. La nueva “sociedad líquida”, sin principios sólidos nos aboca a un cierto vértigo consumista y a una insatisfacción permanente.
En el fondo, cierto hastío y desgana de muchos adolescentes, pueden ser la consecuencia de no ofrecerles valores de sentido a nuestros jóvenes. Tal vez en la enseñanza actual nos centramos tanto en comprar arroz que nos hemos olvidado de las flores. Sin éstas, vivir puede resultar insoportable.
P.d.- Por cierto, si el deseo legítimo de mostrar el género en la tienda del barrio no tapase dicha frase, tal vez vendería más flores. Es lo que suele pasar: nos olvidamos de los principios que nosotros mismos establecemos.