Dios en las parábolas
Pirlo es una consecuencia de Miguel Ángel. En un equipo rocoso, de picapedreros, sobresale como lo haría una cola de vaca entre balonazos al área chica. Hay en sus golpes francos, suavemente ascendentes, bellamente descendentes, algo de cúpula de Bernini. Al fin y al cabo, si Dios está entre los pucheros, cómo no iba a estar entre las parábolas.
Su seriedad de lunes, de figura de El Greco, esconde un corazón contento o, al menos, un buen corazón, según se deduce de una entrevista de ABC, que le retrata como un filántropo silencioso, que hace el bien sin la trompetería de esos famosos que, al maridar la caridad con el espectáculo, convierten sus visitas a África en publirreportajes.
Pirlo, no. Pirlo estaría encantado de pasar desapercibido por la liga de campeones, pero el talento se lo impide, así que reparte asistencias como pocos y lee el partido como nadie. También interpreta bien la vida real: abomina la violencia y predica la igualdad. Ejerce, pues, de católico. Y, como tal, califica a Juan Pablo II como el mejor Papa de la historia y admira a Francisco, en lo que se nota su preferencia por pontífices a su imagen y semejanza, más proclives a desbordar por las bandas que a aplicar el catenaccio.
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